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Una semana después de haber refutado aquí el cuento de los Gurtubay y su famoso error con los bacalaos me alegra informarles de que –por ahora y ojalá que siga así– ningún miembro de esta extensa familia ha clamado venganza contra el artículo. No se rían: podría ser que alguno se lo hubiera tomado muy a mal y tuviese ahora sed de revancha por haber acabado con el encanto de la leyenda familiar, ésa que cuenta que su antepasado Simón Gurtubay tuvo una providencial equivocación al hacer un pedido de bacaladas, que recibió un millón de unidades en vez de cien y que gracias a ellas se hizo de oro durante un asedio carlista.
La historia tiene su encanto y su épica, claro, e incluso a mí me da un poco de rabia decir que se basa más en la fantasía que en la realidad. Al fin y al cabo es prácticamente un mito fundacional de Bilbao que no sólo cuenta con fervorosos defensores, sino que ha servido durante décadas como justificación de la preeminencia del bacalao en la cocina vasca. Ante la falta de otros víveres y haciendo de la necesidad virtud, las cocineras bilbaínas habrían tirado de imaginación para convertir aquel excedente bacaladero de Gurtubay en la base de diversos platos que, una vez terminada la guerra, se habrían asentado en nuestro repertorio culinario por méritos propios.
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Lo malo es que esta hipótesis es tan perfecta como falsa, y no lo digo sólo yo. Sobre este timo/mito han avisado nombres tan reputados como los del historiador Alberto Santana, el periodista Carlos Bacigalupe o el pensador José Miguel de Azaola (1917-2007), quien en 1997 indicó en un artículo para el periódico 'Bilbao' todas las inconsistencias de la leyenda gurtubayesca.
Bilbao, Primera Guerra Carlista (1833-1840). Para apurar un poco más la fecha de la leyenda veamos cuándo fue sitiada la capital vizcaína durante aquellos años: primero entre el 10 de junio y el 1 de julio de 1835 (cuando muere Zumalacárregui) y después nueve semanas más, desde el 23 de octubre hasta el día de Navidad de 1836. Ninguno de los dos asedios fue tan largo ni impenetrable como para que la ciudad quedara completamente desabastecida y hubiese que comer bacalao a cascoporro.
Además un millón de bacaladas son unas 3000 toneladas de pescado, cantidad imposible de importar de tapadillo y que de haber sido registrada por las autoridades (la Aduana o Hacienda) figuraría en los informes oficiales del comercio de bacalao, igual que los nombres de los principales mercaderes del sector. Y el de Simón Gurtubay, oh sorpresa, no aparece entre ellos. Aparte, ningún proveedor en su sano juicio hubiera enviado semejante cargamento sin tener previamente asegurado el pago o sin conocer la reputación del importador, que en el caso de Gurtubay era aún inexistente.
Entonces, ¿cómo nació el mito? Seguramente se base en un golpe de suerte verídico que, a escala mucho más modesta de lo que se suele contar, impulsó la carrera de Simón Gurtubay. Al fin y al cabo su buen ojo para los negocios consiguió que sus herederos estuviesen en 1893 entre los 25 mayores propietarios de Bizkaia. Atribuir su enriquecimiento exprés a una combinación de casualidad, drama e ingenio pudo ser una decisión consciente de los Gurtubay para construir lo que hoy llamaríamos 'imagen de marca' o una clásica bilbainada que se se les fue de las manos.
El mismo chismorreo circuló asociado a otras estirpes bacaladeras. En su novela 'Paz en la guerra' (1897) Miguel de Unamuno adjudicó el cuento al fundador de la casa Arana, de quien se decía «que habiéndosele escapado en cierta ocasión algunos ceros de más al hacer un pedido, hubo de creer en su perdición al encontrarse con todo un buque de carga consignada a él […] escaseó el género por entonces, encareciendo, y lo vendió todo». Según los envidiosos esta inesperada ganancia había sido la base de su fortuna y no faltaba quien aseguraba que «el buen señor había acabado afirmando haber sido voluntaria y calculada la equivocación».
En 1922 el diario madrileño 'La Libertad' asoció esta leyenda a los Gurtubay y en 1926 el periodista guipuzcoano Alfredo Rodríguez. Antigüedad la incluyó en su libro 'Anecdotario' bajo el título de «Por un acento, una millonada». Indalecio Prieto dio la anécdota por buena en sus memorias, igual que Manuel Llano Gorostiza en su su obra 'Empresarios al magnesio'… y así la bola fue rodando y haciéndose cada vez más gorda.
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