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La primera vez que vi a Quique San Francisco en persona fue en un Festival de Cine de San Sebastián de finales de los ochenta cuando era novio de Rosario Flores, más conocida entonces como Rosarillo. Caminaban los dos por el Boulevard donostiarra y pasaron ... a mi lado discutiendo... «Luego no te quejes si la gente dice que eres una estirada», le iba reprochando él a ella, mientras la hija de Lola Flores (muy digna) apretaba el paso. Me hizo gracia pillar a dos personajes famosos en una actitud tan cotidiana, tan de riña de pareja, que se saldó sin mayores consecuencias porque un poco más adelante me los volví a tropezar ya abrazados.

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Quique San Francisco era por entonces un fiel discípulo de Lou Reed en lo de caminar por el lado salvaje de la vida. Fue siempre un coleccionista de excesos, hasta el punto de que, más que sorprendernos su muerte, a muchos lo que realmente nos pasmaba (y maravillaba) es que siguiera vivo. Él mismo se reía a menudo de la cantidad de veces que la gente lo había dado por muerto. Fue siempre un socarrón de la tragedia, empezando por la suya propia. Pero ni el guionista más ambicioso habría imaginado un 'mutis por el foro' tan redondo, uno de esos finales donde se mezcla el arte con la vida: interpretar a la muerte poco antes de morir, burlarse de ella, como hizo Quique San Francisco en su último papel ante el gran público para ese anuncio de Campofrío que ahora casi suena a Camposanto. «Vaya papelón me ha tocado», ironizaba el actor guadaña en mano... Quique se ha ido como un grande. Pero ojalá no se hubiera ido. Hasta en su último coqueteo con la muerte quiso apostar por la vida recordándonos que «no hay día por insignificante, extraño o difícil que parezca que no merezca la pena ser vivido».

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