![El campo con los López de Lacalle](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202112/02/media/diaz-lopez-ok-1800x1800.gif)
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Jorge Barbó y rafa gutiérrez (fotografía)
Viernes, 3 de diciembre 2021, 00:44
En Antoñana había escuela. Y en los tiempos de María Pilar López de Lacalle, de 79 años, y José Luis Díaz, de 85, se llenaban las aulas con 33 niños y 33 niñas segregados a la fuerza. A su hijo José Ignacio ya le tocó cursar toda la EGBen la vecina Campezo. Como en tantos pequeños pueblos alaveses el cierre del colegio fue causa y consecuencia de una inexorable pérdida de habitantes que, con el tiempo, amenazaba a una forma de vida, consagrada a la agricultura y a la ganadería, que esta familia, como tantas otras en Álava, se resiste a dejar morir. Antes con azada y con el burro y ahora con tractor, siguen pegados a la tierra.
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María Pilar y José Luis recuerdan a la perfección cuando la casa no tenía baño, cuando había que bajar a la cuadra, entre los animales, para aliviarse. Y tampoco hace tanto de eso. Aquí, en casa de los Díaz López de Lacalle, en Antoñana, tienen todavía presente, como un pequeño triunfo, acompañado con la sensación de estar subiendo un pequeño escalón, ese momento en el que se alicató el baño y se instaló el primer retrete y la primera bañera para dejar atrás aquella vieja tina con la que se aseaban. «Todavía me acuerdo cuando se abría una ventana y la gente tiraba el agua y lo que no era agua a la calle», cuenta María Pilar. Y sus nietas, Eneritz y Uxue, de 18 años, miran alucinadas. Flipan. Ellas, que han crecido y viven en este mismo pueblo en el que nacieron sus abuelos pero que ya es muy distinto, no recuerdan ni un sólo día de sus vidas en el que no hayan tenido wi-fi.
En el fondo, la vida de los padres de María Pilar López de Lacalle, de 79 años, y José Luis Díaz, de 85, la de sus abuelos, incluso la de sus bisabuelos tampoco era tan distinta a la suya cuando eran mozos. La Álava rural y la España rural en general de los 40 era muy parecida, casi un calco, a la de los 20, los 10, incluso a la de finales y mediados del siglo XIX. Si un labrador de Antoñana de 1830 hubiera viajado en el tiempo hasta 1950 a su mismo pueblo seguramente no habría notado gran diferencia. Las mismas calles sin asfaltar, unos chiquillos cargados con cántaras hacia la fuente y en el campo, esos hombres, recios, tirando de mula y de arado árabe para sacar la faena adelante, dejándose el lomo sin apenas tiempo para tomar resuello.
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Esa vida, en la que cada chiquillo que venía al mundo suponía dos manitas más para trabajar la tierra, es la de María Pilar y José Luis, que siempre han vivido en la misma casa, pegada a la iglesia, en su pueblo. Agricultor y ganadero, él, que se sirve de cachava para apoyar sus montaraces 85 años, no ha conocido otra forma de vida que la de trabajar de sol a sol. «Mi padre empezaba el 1 de enero a las seis de la mañana para ordeñar las vacas y ya no paraba hasta el 31 de diciembre al hacerse de noche», ilustra su hijo José Ignacio, en una exageración que tiene muchísimo fondo de una verdad sudorosa y polvorienta.
En los tiempos de José Luis todo el trabajo era manual. A puro riñón. El hombre se levantaba sacos de cien kilos como si nada. Azada, arado romano, mula, carro y buey. A lo bruto. La familia salía adelante con lo que daba esa tierra ingrata de la Montaña Alavesa a puro de exprimirla. En el pueblo, como en todo el campo alavés, imperaba una economía de pura subsistencia, sin lugar ni para los lujos ni para los caprichos ni para la más mínima comodidad. Unas vacas para la venta de leche, algún que otro cerdo, la huerta, las gallinas y el campo, con las piezas de cereal para alimentar a tanto bicho. En esas, los Díaz López de Lacalle ya mostraron un olfato especial. Vieron que el campo daba para lo que daba, que esa economía de subsistencia no permitía hacer ni un mal plan a medio plazo y que era necesario arremangarse y tomar decisiones. Junto con otros vecinos pusieron en marcha una cooperativa para criar vacas y vender leche. Fue un éxito que permitió que la familia ya ni se plantea, ni por un instante, abandonar el pueblo. De esas 56 vacas, iban a ordeñar su futuro. Sacaban 1.400 litros diarios de leche para abastecer a 56 pueblicos de la zona. Hoy aquel proyecto, ecológico, de kilómetro cero, sostenible, próximo, se llevaría un porrón de subvenciones. Por aquel entonces, la familia, las familias de Antoñana lo levantaron con mucho sudor.
En parte, en buena parte, esas vacas mansas explican que la familia jamás se haya largado del pueblo. José Ignacio, Natxo, nació y creció en el pueblo. Sus padres fueron de los últimos que pudieron estudiar en Antoñana. «Éramos 30 niños y 30 niñas, había muchos críos en el pueblo, todas las casas estaban llenas y ahora... mira», lamenta Maria Pilar, que señala con el dedo una sucesión de postigos cerrados. La suya, en la calle Mayor, es casi la única de la que sale humo en la chimenea en esta tarde de frío seco, con ese olor a madera quemada que lo impregna todo. Su hijo José Ignacio ya tuvo que ir al colegio a Santa Cruz de Campezo, a escasos 5 kilómetros. «Nos pasaba a recoger un autobús todos los días a los críos del pueblo, con más de 60 plazas y todos los días iba lleno».
De todos esos pequeños con los que José Ignacio compartió pupitre y tardes de balón en la plaza del pueblo y en las eras, sólo él y otros dos amigos más optaron por heredar la vida de sus padres, la misma que ya tuvieron sus abuelos y sus bisabuelos. Él siempre tuvo muy claro que pasaría el resto de sus días en el pueblo. Iba para ingeniero agrónomo, pero, al final, decidió estudiar en el instituto agrario de Arkaute. Ir a Vitoria para estudiar, vivir en casa de su tía los días de labor, ya era para él un pequeño mal trago. «En la ciudad me agobiaba, estaba deseando que acabaran las clases, la semana para volver al pueblo», recuerda.
Y eso que para un joven la vida rural de aquellos efervescentes noventa no se antojaba lo más estimulante del mundo, precisamente. Salir de fiesta, disfrutar, conocer gente y también joven casadera en un pueblico de escasos 160 habitantes (entonces, en el último registro se contaron 141 censados) parece tirando a difícil. «La única forma era en las verbenas del verano, en las fiestas de los pueblos, no nos perdíamos ni una», se sonríe, recordando aquellas larguísimas noches de luces, orquestas y canciones que ya entonces sonaban viejas. Así, más o menos, conoció a Tamar, su mujer, del vecino pueblo de Zúñiga, pegadico de la muga navarra. Juntos trabajaron en un cebadero de patos. Yél sólo le puso una condición para pasar por el altar: que vivieran en el pueblo. Aceptó. Ninguno de los dos se imaginaban una vida lejos de esas montañas.
7.495 personas vivían en la Montaña Alavesa en 1946. Hoy, menos de la mitad.
El padre de José Ignacio solo trabajó la tierra y el campo. En cambio, el hijo tuvo que buscarse los garbanzos más allá del campo. Siguió trabajando las tierras de la familia, por supuesto, pero no daban, nunca habrían dado lo suficiente para salir a flote. Ni siquiera siendo propietario. «Esa es la gran diferencia, en la época de mis padres, sí se podía vivir del campo, ahora, en esta zona al menos, es imposible», se queja el agricultor, que desde hace 20 años también da el callo en las minas a cielo abierto de Maeztu, en esa cantera de Laminoria de buen sílice alavés. Los ingresos familiares se redondean con una granja de lustrosos pollos lumagorri, que crecen libres y picotean a sus anchas en ese paisaje envidiable. De las vacas no quieren ni oír hablar. El ganado ha descendido en picado en las últimas décadas en la zona. La razón, claro, no es otra que su bajísima rentabilidad. «Las vacas eran muy sacrificadas para lo poco que daban, mi padre, por ejemplo, no se cogió vacaciones nunca hasta que se jubiló», cuenta José Ignacio, que se duele de los altos precios de los suministros del campo y de los bajísimos que obtiene por el cereal. «Si esto sigue así, la agricultura de la Montaña Alavesa, acabará muriendo», sentencia.
Según los últimos datos disponibles, el 35,7% de la población trabaja en la agricultura. El 32% se dedica a la actividad industrial. Y, aunque las perspectivas no son buenas, muchos jóvenes, jovencísimos, lo apuestan todo por el pueblo. Hace un par de años, el chef Edorta Lamo abrió en Campezo Arrea!, un arriesgadísimo proyecto gastronómico. Y, a pesar de las dificultades,ganó. Él puede servir de ejemplo para muchos que en el pueblo sólo buscaban el camino de salida y no el de regreso, que no deja de ser el mismo pero más difícil. Eneritz y Uxue, las hijas de José Ignacio, ven su futuro aquí mismo, a la sombra del mismo paisaje bajo el que crecieron sus bisabuelos, sus abuelos y sus padres. A ellas les siguen separando de Vitoria, de la ciudad, esos 34,5 kilómetros. Eso en brea y carretera, porque en distancia sentimental (que no mental), esa que el sistema métrico no tiene magnitud para medir, se les antoja enorme. «¿Para qué vamos a querer ir allí, si no hay más que asfalto?», se llevan preguntando desde bien pequeñas. «No nos imaginamos la vida fuera de aquí».
Los Díaz-Lopez de Lacalle guardan, impecable, como oro en paño este cachivache que se ve restaurado con mimo. «Era ya de mi bisabuela Fausta», recuerda María Pilar, la abuela, que se empeña en demostrar que, aunque ahora esta hiladera ya sólo sirve como objeto decorativo en la casa familiar, podría utilizarse. «Se metían las madejas por ese torno grande y por el pequeño se sacaban las hebras de hilo», ilustra la mujer, de una generación incapaz de desprenderse de nada, para lo que hasta el último zarrio, el pingajo más herrumbroso conserva un enorme valor. «Ahora todo se tira, a los jóvenes todo os sobra», se queja.
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