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Al argumento que trajo ayer Pablo Iglesias, ya en calidad exclusiva de hostelero de Lavapiés, a la campaña vasca le falla el principio de realidad. La idea, en principio, es imbatible: echar un «órdago» a Pedro Sánchez para que le quede clarito que, si quiere ... mantener la estabilidad de su Gobierno en Madrid, debe facilitar un Ejecutivo «de izquierdas» en Euskadi. O sea, sin el PNV. Iglesias llevaba la hipótesis estampada en la camiseta, una prenda conceptual que desarrollaba la posibilidad de pensar «fuera» de la caja mental de Sabin Etxea.
El problema del desafío que plantea el exvicepresidente, experto en reventar campañas (no ajenas, sino propias), es que no resiste, en el momento presente, el más mínimo contraste. Si los cuatro diputados de Podemos en Madrid dejan de apoyar, pongamos, unos Presupuestos de Sánchez en castigo por ayudar a mantener el 'statu quo' vasco, la estabilidad del presidente estaría tan comprometida como en el caso de que los cinco del PNV se lavaran las manos para protestar por su hipotética expulsión de Ajuria Enea a manos de un conglomerado de izquierdas.
Sánchez necesita a todos sus socios todo el tiempo y eso significa que el presidente no estará precisamente preocupado por los órdagos de Iglesias y un poco más por cómo gestionar el ciclo electoral en su conjunto, especialmente las catalanas del 12 de mayo, a las que la campaña vasca permanece ajena pero Sánchez, obviamente, no.
Pese al desembarco de líderes nacionales, que vivirá este último fin de semana de campaña su momento álgido -hoy visitan Euskadi, de nuevo, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, y mañana, Alberto Nuñez Feijóo-, la política madrileña y sus derivadas apenas si nos han rozado, enfrascados en nuestras cuitas, nuestros lutos y nuestras pasiones colectivas. Los mencionados líderes han contribuido a ello con discursos templados y centrados en la coyuntura vasca, conscientes de que los comicios del 21-A son, seguramente, los que menos interfieren en la legislatura madrileña. La vicepresidenta catalana de ERC, Laura Vilagrà, se ha dejado caer en un mitin de Bildu pero ni una palabra del referéndum que propone su jefe Aragonès. Se trataba de arropar, de sonreír, de jalear el posible 'sorpasso'. Iglesias, en cambio, se puso a aplaudir las huelgas a la vasca: es legítimo dudar que le hiciera algún favor a la peleona Gorrotxategi.
No somos una isla ni un oasis pero estos días lo parecemos más que nunca. Sin embargo, el discurso del exlíder morado recuerda que el 21-A es una más de las ruedas del engranaje electoral, con estación término en las europeas del 9 de junio, que dibujará el futuro inmediato de España. Es difícil imaginarse a Bildu retirando el apoyo a Sánchez si, aunque ellos ganen las elecciones, los socialistas repiten coalición con el PNV. Los pasos que quedan en materia de presos y su posición privilegiada en Madrid alejan esa hipótesis.
Las elecciones catalanas, en cambio, serán determinantes. Los jeltzales no descartan que Sánchez convoque elecciones generales en octubre si Puigdemont no logra su anhelada «restitución» como president y le deja colgado de la brocha ante un hipotético Gobierno de Salvador Illa pactado con ERC. En esa tesitura, las urnas repartirían las cartas de nuevo y Sánchez intentaría repetir carambola (salvo que decidiera marcharse, que todo es posible) y evitar que sea Puigdemont el que corte el bacalao. Parece dudoso que en esa ecuación pudiese prescindir de uno de sus dos socios vascos.
Lo que Iglesias quería alentar es que, si se convocan generales de nuevo y el PP se come a Vox, el PNV cambiará de bando. Lo que quería animar es la posibilidad de que Sánchez se adelante y en un alarde de audacia política, cambie de aliados antes. Pero, recordemos, Iglesias es ya más un outsider que otra cosa y lo que Podemos se juega, en Euskadi y en Madrid, es su supervivencia pura y dura.
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