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Llevaba más de un año sin jugar, desde que cayó ante Hurkacz en los cuartos de final de Wimbledon de 2021, y muchos ya lo daban por retirado, pero Roger Federer mantenía la esperanza de volver. Esta ilusión juvenil por regresar a las pistas contra ... viento y marea cuando ya lo había ganado todo y empezaba a ser un cuarentón con achaques, un venerable padre de familia numerosa obligado a pasar hasta tres veces por el quirófano para arreglar sus rodillas maltrechas, creo que explica a la perfección la grandeza del tenista de Basilea. Y también la de Rafa Nadal y Novak Djokovic, los otros dos gigantes con los que va a quedar inmortalizado en la memoria de todos los aficionados.
Nada de lo que han hecho estos tres genios se entiende sin una mezcla insuperable de pasión, talento y rivalidad sostenida durante dos décadas. El Big Three perderá la próxima semana, tras la Laver Cup, a uno de sus integrantes. La lógica indica que en un año o dos le seguirá Nadal y en tres o cuatro, Djokovic. Y sólo entonces, cuando ya desaparezca el último mohicano, se podrá apreciar con la debida perspectiva el vacío sideral que dejará este trío. Porque no importa que vayan a aparecer nuevas estrellas -ya lo están haciendo- y que el tenis vaya a seguir ofreciendo grandes espectáculos en el futuro, como acabamos de ver con Alcaraz en el US Open. Nada volverá a ser igual sin Federer, Nadal y Djokovic, que no sólo llevan acaparados 63 Grand Slams, sino que han inaugurado un nuevo sistema de pesos y medidas en el tenis. Todas las comparaciones, por ejemplo, se harán respecto a alguno de ellos, como si el resto de las posibles ya fuesen de segundo nivel.
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La discusión sobre cuál de los tres es el mejor de la historia se mantendrá viva siempre. Ni siquiera la cifra final de Grand Slam servirá para ponerle punto final. Federer, de hecho, se quedará en veinte, el que menos de los tres, pero esto no dejará de ser una anécdota, no una categoría. Pensemos que hubiera bastado con que hubiese aprovechado alguna de las dos bolas de partido con su servicio que tuvo en la final de Wimbledon de 2019 ante Djokovic para que esa lista fuera muy diferente. ¿Sería por ello mejor el suizo? En absoluto.
Hay algo, además, en lo que el tenista de Basilea no ha tenido nunca rival y lo reconoce todo el mundo: su elegancia y talento natural. En ningún lugar se han manifestado estas dos virtudes como en la pista central de All England Tennis Club, el jardín de las delicias de Federer. Y no me refiero al hecho de que haya ganado ocho veces ese título sino a su manera de estar y jugar sobre esa hierba. Verle aparecer con sus pantalones largos y su jersey de pico, como un lord inglés de los años veinte capaz de detener el partido para tomar el té, ya impresionaba. Y más cuando enfrente aparecía su reverso, Rafa Nadal, con su melena, su camiseta sin mangas y su antebrazo de herrero medieval. Pero luego empezaba el partido y el suizo, ganara o perdiese algunas veces, resultaba fascinante por la naturalidad y brillantez de su juego. Todo parecía fácil para él, incluso lo que parecía imposible. Era evidente que había nacido para jugar al tenis, como si toda la suerte de golpes geniales que tenía no fueran obra de su esfuerzo sino una pura cuestión genética, un regalo del cielo. Ocurría algo curioso con Roger Federer. Incluso cuando deseabas su derrota, como a mí me ocurría exclusivamente en sus partidos contra Nadal, luego verle derrotado te incomodaba un poco, te resultaba extraño, improcedente, ilógico, como si un elegido por los dioses no pudiera sufrir las amarguras de los humanos, de los simples mortales. Tampoco la de retirarse, por supuesto.
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