Después del inolvidable Masters por la brillante victoria de Jon Rahm, tocaba cambiar de tercio y emprender un viaje a lo desconocido. El segundo 'Major' de la temporada ha traído a este enviado especial hasta Rochester, una floreciente localidad en el oeste del Estado de ... Nueva York bañada por el imponente Lago Ontario. Había tres rutas posibles para llegar hasta aquí: vuelo directo desde Madrid a Toronto, en Canadá, y después unas tres horas de coche; vuelo a Nueva York, conectar con otro a Buffalo y hora y media por carretera; o vuelo a la Gran Manzana y casi siete horas al volante. Después de un intenso debate sobre los pros y los contras de las tres alternativas, un servidor y mis dos compañeros de aventuras –David Durán, de Ten Golf, y Enrique Mellado, de 'Marca'– coincidimos en que la vía canadiense era la más cómoda.
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Para ir a Augusta en Semana Santa cogimos un avión a Atlanta y tardamos más de cuatro horas en salir del aeropuerto por la exasperante lentitud en el control de pasaportes y en la entrega del vehículo de alquiler. Así que en esta ocasión cuando en la terminal de Toronto sólo tuvimos que dedicar media hora a ambos trámites chocamos las manos y lo celebramos a lo grande, en plan tanto de voleibol. La revisión de la documentación en la aduana era digital. Introducías el pasaporte en un ordenador, completabas un test sin preguntas trampa y cuando pulsabas el ok te salía un recibo con un número, similar al de las máquinas de Osakidetza cuando necesitas hacer una gestión. Ver después semivacío el mostrador de la agencia de alquiler de vehículos fue el no va más. «Como todo sea así igual me hago canadiense», soltó uno de los colegas.
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Iván Orio
El trayecto en coche hasta las inmediaciones del Oak Hill Country Club nos obligaba a pasar a escasos kilómetros de las cataratas del Niágara. Mi obsesión por conectar algunos nombres con referencias cinematográficas, una tendencia acusada en suelo norteamericano al tener siempre la sensación de que todo es un gran plató al aire libre, me llevó a evocar la película 'Niágara', una de las apariciones estelares de Marilyn Monroe. Cine negro de primer nivel con las ensordecedoras cascadas como telón de fondo de un plan para cometer un asesinato. En esas estaba cuando un indicador me devolvió a la realidad al anunciar el paso fronterizo a dos kilómetros –en Canadá las señalizaciones son en kilómetros–. Preparamos los pasaportes, llegamos a la cabina, se los dimos al funcionario y... «Aparquen y vayan a ese edificio».
Mi habitual negativismo dibujó una imagen de devolución, detención, retención, interrogatorio, balbuceos, errores en las respuestas a preguntas trampa... Además, mi capacidad de entendimiento del inglés es casi nula en situaciones de tensión. Nada más franquear la puerta vi un cajero automático. ¿Y si sacamos algo y lo juntamos para pedir a los aduaneros que lo olviden todo?, pensé con ironía de guion de Hollywood. Nos mirábamos indecisos, desorientados. Un trabajador nos pidió que nos colocáramos cada uno delante de una cámara. Como nos digan que nos pongamos también de perfil... Y nos tomaron las huellas. Y no soltaban nuestros pasaportes. Pintaba mal la cosa. Pero de repente los sellaron y nos dijeron que teníamos que pagar seis dólares por barba. El impuesto de la tranquilidad junto a las cataratas del Niágara.
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