A propósito del 'caso Rubiales', Alfredo Relaño recordaba el domingo un viejo artículo titulado 'El pato patagónico' que el periodista José Luis Martín Prieto dedicó en 1987 a un político argentino especialmente torpe, soberbio y contumaz. La comparación venía a cuento de que ese palmípedo ... tiene la curiosa costumbre de defecar sin parar mientras anda, de tal manera que, a cada paso que da, suelta una cagadita. Pues bien, esta es la impresión que ha dejado el expresidente de la Federación Española de Fútbol en estos nueve días de desquiciada huida hacia delante.

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Rubiales empezó a imitar al pato patagónico desde que Toni Penso pitó el final del partido que convirtió a la selección española femenina en campeona del mundo por primera vez en su historia. A partir de ese momento, lo suyo fue una vergonzosa performance de forofo desatado, una actuación radicalmente impropia de alguien que estaba representando, ante los ojos del mundo, a todo el fútbol español. Y aquí está la clave. Porque en el Accord Stadium de Sidney, Rubiales ni siquiera llegó a pensar un momento que estaba representando a alguien que no fuera él mismo.

De haber entendido cuál era su papel en la escena se hubiera quedado en un elegante segundo plano dejando el primero a quienes realmente lo merecían: las jugadoras y el cuerpo técnico. Al hacer justo lo contrario, al querer convertirse en el epicentro de la fiesta de la victoria y dejar claro -de ahí su obsceno gesto a Vilda desde el palco- que aquello se había conseguido por sus cojones, Rubiales se retrató a sí mismo. Y la imagen que dejó no pudo ser más lamentable. Que no se diera cuenta de ello parece extraño, pero tiene su explicación. Su soberbia, machista y macarril, fue mucho más fuerte que el instinto de supervivencia de un dirigente con poderosos enemigos y varios escándalos en su haber, es decir, de alguien al que hay que imaginar dotado de una percepción del peligro -en su caso perder el cargo y casi un millón de euros al año- comparable a la del chinchillón patagónico, por hacer otra comparación zoológica y austral.

Es probable que las cosas hubieran discurrido de otra manera si Rubiales se hubiese disculpado la misma noche de la final, cuando el beso a Jenni Hermoso pasaba todavía por ser un gesto inadecuado, una broma extemporánea en un momento de euforia a la que los medios dieron una importancia anecdótica hasta que el incendio se desató en Twitter al día siguiente. Desde luego, hubiera bastado con ese pequeño gesto de contrición para que el caso no hubiera alcanzado el grado 10 en la escala Ritcher de la indignación nacional y el motrileño no se hubiera convertido en el enemigo público número 1.

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El pato patagónico, sin embargo, se había puesto a andar muy eufórico, sacando pecho, y ya se sabe lo que pasa cuando esto ocurre: chulería máxima cuando en una emisora le preguntaron por primera vez por el 'piquito', delictivo envío a la agencia EFE de un comunicado falso de la jugadora y luego una actuación en la asamblea de la Federación tan demencial que sólo parecía lógica en un hombre decidido a cavarse su propia tumba. Lo último, ya acorralado y perdido tras la suspensión de la FIFA, fue enviar un escrito a la UEFA para que excluya a la selección y a los clubes españoles de los torneos europeos por la injerencia del Gobierno. En fin, cagadas y más cagadas, una a cada paso, hasta la derrota final.

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