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Egan Bernal tuvo que ganarse el derecho a ser ciclista con nueve años. Germán, su padre, no dejaba de desanimarle. Había sido corredor amateur. Sin éxito. Acabó frustrado. No quería para su hijo una profesión tan despiadada. Pero el chaval se empeñaba en ... salir con él a pedalear por la cuesta de Margaritas. Germán apretaba. Egan no podía seguirse montado en la vieja bicicleta en la que había aprendido a rodar toda la familia. «Si no me sigues a mí cómo vas a aguantar a los mejores», le repetía. En casa, el niño se echaba en brazos de su madre, Flor. Desconsolado. No valía para ciclista. Germán se lo demostraba todos los días. Flor es hartó. «Si quieres que tu padre te respete tienes que batirle. Así que desayuna hoy fuerte y hazlo». Se lo dijo como el que ordena una misión. A medio puerto, Egan soltó a su padre. «Ataqué muy fuerte, con todo». Germán recibió el mensaje. El primer fogonazo. «Desde ese día, mi padre siempre me ha apoyado», recuerda.
Ese día empezó la historia del portento que en un chasquido ha ganado el Tour de Francia con 22 años. Hace cuatro temporadas, Egan Bernal era un juvenil dedicado al mountain bike que dudaba entre seguir con la bicicleta o continuar sus estudios de periodismo en la universidad y buscar así un trabajo con el que ayudar a su familia. La decisión en ese cruce de caminos la tomó una pregunta: «¿Te atreves a hacer un test de esfuerzo?». Bernal había ido con Pablo Mazuera, el mecenas que le financiaba su sueño deportivo, a la sede de la Unión Ciclista Internacional, en Aigle (Suiza). «Vamos a hacerla», respondió el ciclista, que venía de lograr la medalla de bronce en el Mundial junior de mountain bike. Por el centro pasan muchos talentos. Bernal batió el récord. Sus datos de consumo de oxígeno eran, a su edad, como los de Froome e Induráin. Se hizo el silencio.
Y enseguida corrió la voz. Un superdotado. Aunque ni así encontraba hueco en los equipos profesionales de mountain bike. Paolo Alberati, un antiguo corredor de ciclismo de montaña y con amigos en Colombia, era representante de ciclistas. Se citó con Gianni Savio, mánager del equipo Androni, para 'colocarle' algún esprínter. Pero Savio buscaba un escalador. Alberati vio la luz. El test de esfuerzo de Bernal. «Tengo uno». Cuando Savio leyó el informe, se frotó los ojos. Y más al ver a Egan, un niño y apenas había competido en carretera. Alberati insistió. Para creer, Savio tuvo que ver. Y se llevó a Bernal al día siguiente a una carrera juvenil. La ganó. «Esa misma tarde firmamos un contrato de cuatro años», apunta el mánager italiano. De inmediato, puso a aquel diamante en manos de Michele Bartoli, ganador de la Lieja-Bastogne-Lieja, y ahora preparador físico. Bartoli repitió el test. Dos veces. El nuevo Hinault, el otro Induráin, estaba ante él.
Talla media, menos de 60 kilos. Brazos largos, como las piernas, ideales estirarse sobre la bicicleta de contrarreloj y para bailar en la escalada. Un Coppi. El ciclismo se giró pronto hacia él. Era imposible no verlo. Sus saltos asombraron. Ganó el Tour del Porvenir con 20 años. El Sky pujó por él más que nadie, más que el Movistar. Un ciclista explosivo, con arrancada, adaptado al largo esfuerzo de puertos como el de Pacho, en Colombia, de 22 kilómetros al 7% de desnivel y con la cima a 3.200 metros de altitud. Un cóndor moderno.
La escuadra británica era, además, la preferida de Bernal. No lo dudó. «Si me sale mal esta aventura, al menos aprenderé inglés». El año pasado, en su debut, ganó la Vuelta a California y acabó decimoquintoel Tour tras escoltar hasta el podio a Thomas y Froome. Esta temporada, la segunda, jugueteó como un veterano con los abanicos de la París-Niza y se llevó la carrera. Es, además, campeón colombiano de contrarreloj. Lo tiene todo. Equipado de serie para adueñarse del ciclismo mundial.
Con 22 años ha llegado a la cima en un santiamén. Nació alto, en Zipaquirá, en el departamento colombiano de Cundinamarca. A 2.650 metros de altitud. Tan arriba, el cuerpo se acostumbra a rentabilizar el oxígeno, el combustible humano. Sherpa por genética. Su padre subía todos los día pedaleando hasta la reserva natural donde trabajaba de vigilante. La madre es de Pacho, a 3.200 metros. Y también iba en bicicleta a las tiendas donde se encargaba de la limpieza. A su hijo mayor, Flor le puso Egan por culpa del médico que la atendió en el difícil parto. El galeno se lo propuso. Había leído que ese nombre significaba en griego algo así como 'campeón'. Sonaba raro y no cuadraba con el apellido, pero... Lo aceptó. Acertó. Premonitorio.
Luego vino Pablo Mazuena, un joven acomodado de Bogotá, que había montado una fundación, 'Mesuena', para dar oportunidades a los niños desfavorecidos. «Hicimos una colecta para ir al Mundial de Noruega de mountainbike y sacamos muy poco. Mi papá puso el dinero», cuenta ahora Mazuena, presente en el Tour. «Apenas teníamos medios frente a las mejores selecciones, pero Egan logró la plata ese año y el bronce el siguiente. No lo podíamos creer», se emociona. «Fue el primer medallista colombiano».
Mazuena estuvo en el momento clave de Bernal. Cuando, desmotivado, Egan le anunció que dejaba el ciclismo por la universidad. Le daba vergüenza ser una carga en casa. Quería llevar 'plata' cada fin de mes. «Le pedí que siguiera un año más. Conseguí algo de dinero para pagarle». A la vuelta del segundo mundial, los dos se pasaron por el centro de la UCI en Suiza, donde Mazuera tenía amigos. Ahí llegó la propuesta que cambió la historia del ciclismo: «Egan, ¿te atreves a hacer un test de esfuerzo?». Desde entonces no ha dejado de dar saltos de gigante. En el Sky, su preparador, Xabier Artetxe, diseñó en 2018 un plan para que Bernal pudiera ganar una gran vuelta en tres temporadas. A la segunda, ya tiene su primer Tour y con 22 años. El test definitivo.
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