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En Ruan, el cadalso donde quemaron viva a Juana de Arco, creció Jacques Anquetil, el hombre de los cinco Tours y las tres mujeres, el ciclista más puntual contra el crono y el amante capaz de que una de sus hijas fuera a la vez ... su nieta. Janine se llamaba la esposa de Anquetil, la que le hacía la maleta, le ordenaba la vida y le guardaba el dinero. Lo que Jacques necesite. Así era ella. El mito la conoció cuando era la mujer del médico de su equipo, el doctor Boëda. Flechazo. Pasión. Rompieron las paredes de una habitación. Anquetil cogía lo que quería. Se la llevó con él, y también a los dos hijos que ella había tenido con el médico, Annie y Alain. Janine, la 'dama rubia', ocupó todas las portadas. Se metió dentro del Tour. Bella. La otra mitad del campeón. Todo por él. Salvo darle un hijo. No podía ya. ¿Seguro? Convenció a su hija, a Annie, para que cubriera ese hueco. Durante años, Anquetil se acostó con la joven Annie y, luego, de puntillas, volvía a la habitación para abrazarse a Janine. Annie cumplió: le dio una hija al campeón francés, Sophie, que era, a la vez, una nieta para él y Janine. La niña creció en el centro de ese trío y siempre se sintió afortunada: tenía un padre y dos madres.
Anquetil rompió moldes. Ciclista de seda, hijo de pobre y casi aristócrata al final. Tipo excesivo. «Yo me dopo porque los demás lo hacen», replicó. Fue el primero en ganar cinco Tours. El mejor de la historia hasta entonces. Destrozó plusmarcas en la carretera y en casa, en el castillo normando que adquirió para vivir tras colgar la bicleta. La propiedad se llamaba 'Les Elfes' y había pertenecido a la familia de Guy de Maupassant. Sophie desveló en un libro lo que sucedió bajo aquel techo. Y fue mucho. Alain, el otro hijo del doctor Boëda y Janine, acabó también allí tras un revés económico. Buscó refugio junto a su madre y su admirado Anquetil. Se mudó junto a su esposa, Dominique. La tentación para el aún atractivo Jacques. Genial, egoísta, conquistador, posesivo... Un personaje magnético. Y, claro, pasó. El viejo campeón sedujo a su nuera. Quería tener un hijo varón. Lo tuvo, Christopher, pero le costó la ruptura con sus otras dos mujeres. Janine y Annie se largaron del castillo.
Todo se derrumbó en aquel universo de Anquetil llamado 'Les Elfes'. Unos días antes del bautizo del bebé, le diagnosticaron un cáncer terminal. Apenas le quedaban unos meses. Ni iba a ver crecer a su heredero ni a exprimir la fortuna amasada con la bicicleta. Cuenta Sophie que Jacques, ya en el hospital y muy débil, sólo suplicaba un último deseo: ver una vez más a Janine, a su 'Nanou'. Ella le visitó. En silencio, juntaron sus manos. Adiós.
Anquetil quizá vivió así porque, supersticioso él, temía morir pronto. Se apagó a los 53 años, llorado por sus mujeres. Dicen que ya en su última cama bromeó: «Juré que nunca iba a morir de un cáncer. Acerté. Tengo dos». Dejó viuda, hijas y nietos, todos mezclados en un árbol genealógico enredado como un ovillo. Y legó la estela de una leyenda ciclista apasionante.
Anquetil debutó con triunfo en el Tour. En 1957. Con 23 años. Tan joven y ya tenía el récord de la hora, esa prueba cruel que él dominó como si nada, sin muecas de esfuerzo, estirando el límite del dolor sin que nadie lo notara. Sólo su rostro palidecía un poco. Parecía tallado para ser ciclista. Aquella edición de la ronda gala descubrió que, además de ser el 'corredor' de seda, iba a ser un mito. Fue un Tour de calor. Louison Bobet ya no era el dominador. Gaul y Bahamontes se retiraron. Y triunfó un normando que aplicó como nadie la economía del esfuerzo a este deporte. Anquetil era una ecuación. Sólo él podía resolverla.
Hizo sus cálculos. Para ser líder del Tour, antes tenía que serlo de la selección francesa, la de Bobet y Walkowiak. En la quinta etapa se subió a una fuga camino de Charleroi y se vistió de amarillo. Luego, según le dictaban las matemáticas, cedió el liderato para guardar las fuerzas con las que recuperarlo en los Alpes. Eso hizo. Y ya nadie le apartó de la cima hasta París. Así resolvió el primero de sus cinco Tours. En los otros soportó el ritmo de los escaladores y los ejecutó contra el cronómetro con su perfecta pedalada circular, con esa silueta inmóvil como la de un esquiador a velocidad máxima. Un bailarín de puntillas que se desliza. A eso unía su capacidad agonística: «Cuanto más dura es la carrera, más siento el dolor de los otros, que calma el mío», escribe Paul Fournel en el fantástico libro 'La soledad de Anquetil'.
Dice este escritor francés que Jacques fue «un mazazo en la historia del ciclismo». Nada de lento aprendizaje. Con 19 años trituró el récord de Hugo Koblet en el Gran Premio de las Naciones, aquella contrarreloj de 140 kilómetros. Vino para elevar el listón. «El ciclismo no me gusta, yo le gusto al ciclismo. Lo va a pagar», decía. Siempre se sintió prisionero de la bicicleta. Apenas volvió a tocarla cuando se retiró. Para él, era simplemente un vehículo para hacer fortuna. «Anquetil tiene una caja registradora en lugar de corazón», redactó Fournel. Y sin embargo, su figura permanece como una de las más atractivas de este deporte.
Francia le admiró siempre, aunque quiso más a su víctima habitual, Raymond Poulidor. Tras el Tour de 1959, el que Bahamontes ganó en parte gracias a la guerra interna entre los favoritos franceses, Anquetil fue recibido con silbidos en el Parque de los Príncipes. De vuelta a casa, compró un barco para navegar por el Sena. Lo bautizó 'Silbidos 59'. Hacía las cosas como sólo él podía hacerlas. También ganar. Se propuso ser el líder del Tour del primer a último día en 1961. Arrasó en la contrarreloj inicial. Pero etapas después su liderato estuvo en peligro por una fuga que llegó a tener 17 minutos de ventaja.
Ese día permanece en el recuerdo de la Grande Boucle. Anquetil se colocó el primero del pelotón. Rechazó toda ayuda. Y dio un relevo interminable. Los que le seguían se descolgaban como uvas de un racimo. Solo, sin girar nunca la cabeza, cazó a los fugados y salvó el maillot amarillo. Hasta París. Elegante hasta para morir. Así se despidió de Poulidor, el eterno segundón, y al que volvía a adelantarse: «Mi pobre Raymond, me iré antes que tú».
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