Flandes está lleno de leyendas. Dicen que un granjero empedró la colina que había cerca de su casa para ver pasar la carrera ciclista más famosa de la región belga y robarle así el protagonismo a su vecino. El campesino construyó su propio 'berg', su ... muro. Lo cierto es que no se sabe si esta historia es cierta pero forma parte de la mística del Tour de Flandes. Uno de estos 'bergs' es el Oude Kwaremont. Una alfombra de adoquines de dos kilómetros, con rampas del 12%. No es el más empinado, ni probablemente el más conocido, pero sí es donde se sitúa el epicentro de la fiesta.
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Porque el Tour de Flandes es el día grande del año para los habitantes de este pedazo de una Bélgica dividida entre flamencos y valones. El primer domingo de abril, la pasión se desborda y el evento ciclista mueve masas, llena bares y hace correr miles de barriles de cerveza. Para contarlo hay que vivirlo. Porque ni las fotos ni los vídeos transmiten la explosión de júbilo que se contagia entre grandes y pequeños.
Son las nueve de la mañana y una marea humana sale del tren en la localidad de Oudenaarde, donde se encuentra la línea de meta. Cerca de 100.000 de ellos ocuparán la plaza principal del municipio (que tiene 31.000 habitantes) y miles más harán varias horas de cola para coger un autobús gratuito dispuesto por las autoridades para desplazarse a dos de los muros (el Paterberg y el citado Kwaremont). Aunque realmente, la fiesta comenzó en la víspera, donde los bares de esta pequeña ciudad se llenaron de hinchas vestidos –aunque parezca mentira– con maillots, gorras y hasta la careta del héroe nacional Wout van Aert.
Cada uno de los principales muros llega a acumular a cerca de 30.000 personas. Es solo una pequeña aportación al total del millón de almas que se congregan en las carreteras y caminos que unen el revirado trayecto entre Amberes y Oudenaarde. La fiesta en el Kwaremont ha empezado bien pronto. Antes de las diez de la mañana, grandes carpas para invitados y barras en la calle tratan de apagar la sed con buenas dosis del producto estrella, la cerveza belga.
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En las cunetas y en los prados, todo vale. Una lona de plástico, sillas, taburetes, un matorral al que subirse desafiando el equilibrio. Siempre con buen humor y un ambiente que hermana a todos. En la fiesta, lo mismo te puedes encontrar a Guillermo, un colombiano que estudia en Colonia y ha cogido un tren a las 3 de la mañana, que a cuatro chavales de Minnesota (Estados Unidos) o a Aitor, Unai y Aritz, tres universitarios de Lekeitio que hacen ondear dos ikurriñas.
Es una tradición que no entiende de edades, que pasa de abuelos a nietos. Es casi una religión. Así, hay grupos de amigos que empezaron a venir a estas rampas con 16 años y, con el tiempo, lo siguen haciendo con sus parejas e hijos. Es difícil imaginar un millón de espectadores en una competición deportiva, pero Flandes lo consigue gracias a un trazado apasionante que pide a los ciclistas repetir su esfuerzo en los reiterados pasos por varios de los muros. En concreto, en el 'Viejo' Kwaremont, uno de los más míticos, llegan a transitar hasta en tres ocasiones.
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No solo los deportistas combaten el frío y el barro, sino que la afición asume con gusto el resbalón en el terreno mojado y mancharse con el lodo que llega hasta los tobillos. No hay vergüenza y cada caída se arregla con una sonrisa y una sonora ovación. Y si con eso no vale, no pasa nada, una se quita los zapatos y camina con ellos en la mano por los adoquines saludando al respetable.
Y se anima a todos. Del primero al último. También a los policías e, incluso, a los aficionados que desafían las rampas cargados de cerveza en la parrilla de la bicicleta. El momento más esperado es el paso de los ciclistas. Las sillas ruedan por el suelo y el público se estruja en las vallas. Miles de gargantas aúllan. Sobre todo en el tercer paso, cuando Pogacar lanza su ataque para dejar descolgados al resto de favoritos. Los flamencos se desgañitan, a pesar de que el esloveno está apuntillando a su gran ídolo, Van Aert.
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La victoria de Boonen
Cuando pasa el último corredor, el público se arremolina en pequeños grupos donde hay siempre un teléfono móvil con la retransmisión en directo de los últimos 20 kilómetros. Pogacar gana, pero la fiesta no termina. Los asistentes saltan al muro y seguirán bebiendo cerveza hasta que el cuerpo aguante. «Aquí una de las noches de domingo más legendarias que se recuerdan sucedió en 2012, cuando ganó nuestro paisano Tom Boonen», recuerda Kurt Cornelius, de Ride Flanders, una agencia de promoción del ciclismo. «Poca gente fue a trabajar el lunes». Hasta un famoso grupo de música electrónica escribió una canción sobre Boonen.
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