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Tres minutos, no hizo falta más. Michael Douglas entra en el aula y le pregunta a sus alumnos de teatro qué es actuar. Actuar, responde él mismo, es interpretar a Dios. Porque, después de todo, sigue, ¿qué hace Dios? Dios es el creador y hace ¡ ... pum! y hay vida y hace ¡pum! y hay muerte. Entonces, Douglas les dice que deben hacer como Dios, que deben amar sus creaciones, que deben insuflarles vida, personalidad, esperanza, sueños y defectos imperdonables para luego dejarlos marchar. «Porque al final, el amor verdadero, el amor de Dios, es dejar marchar».
Tres minutos y entiendo sin atisbo de duda que Michael Douglas ama a Sandy Kominsky, el personaje que da nombre a la serie de Netflix: 'El método Kominsky'. Tres minutos y sé que el tema central es la muerte y el arte o, mejor dicho, como el arte nos da una perspectiva hermosa de la muerte. Luego llega Alan Arkin y se toma una copa y empieza a hablar con Douglas y pienso que no hay dos actores mejores sobre la faz de la tierra.
Lo curioso es que la serie ha terminado ya. Hace poco se estrenó su tercera y última temporada y yo, hasta ahora, no había visto nada. Era uno de esos títulos que guardas en la lista de espera hasta que una noche, mareando el catálogo, pulsas el play y te preguntas: ¿por qué he tardado tanto en ver esta maravilla? 'El método Kominsky' me hace llorar desde lo más hondo -desde lo más personal- y me hace reír con una carcajada placentera. Me encantaría tomar un café con Chuck Lorre, el creador de la serie, el mismo tipo que nos dio 'The Big Bang Theory' y 'Dos hombres y medio'. Qué manera de escribir. Escribe así, como si interpretara a Dios, dejando marchar.
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