Dio igual que las proclamas negacionistas hayan quedado para la segunda entrega este domingo. Las redes sociales condenaron a Miguel Bosé por compartir la locura de Victoria Abril y parecieron perderse una entrevista sin desperdicio, la primera que concedía el artista en muchos años. Artista ... sí, porque aunque ahora esté como una cabra, el cantante ha simbolizado en este país la transgresión, la creatividad y la ambigüedad sexual para las masas desde que en un lejano 1977 debutara en el programa de José María Íñigo con sus padres entre el público.

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Jordi Évole mostró a Bosé esas imágenes en su iPad para confrontar al mito caído con su origen, joven, bello y deseado por hombres y mujeres. Fue un brillante momento de televisión, al igual que esa 'película' con la que suele empezar el programa, en este caso protagonizada por un taxista del DF que conducía al periodista al hotel donde iba a celebrarse la entrevista. Évole siempre elige bien los escenarios, y esta vez un Bosé de negro como un gurú hablaba desde las alturas de un rascacielos acristalado con la Ciudad de México a sus pies.

A la indignación de verle aparecer sin mascarilla se sucedieron sentimientos próximos a la empatía. El cantante contó qué se siente al ser hijo de dos mitos, el torero más famoso del franquismo y la musa del neorrealismo. Y confirmó que sigue matando al padre. Argumentó que la pérdida de su voz se debe simplemente a que se acabó el amor, de la misma manera que veinte años de adicciones se esfumaron una buena noche mientras subía al escenario. Patetismo y seducción, cenizas y gloria. Miguel Bosé, que a veces habla de sí mismo en tercera persona, como hacen a los que no les cabe el ego, demostró que a veces la sinceridad puede ser el mejor de los espectáculos.

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