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Las Ménades de Bieito

el LATIDO CULTURAL ·

No hay lugar en que este director escénico no deje su rastro de consternación o enojo colectivo

Sábado, 14 de mayo 2022, 00:00

Es un disparatado relato de Julio Cortázar en el que un concierto en un teatro de provincias despierta en el público tanto entusiasmo que este acaba tomando el escenario, confundiéndose con la orquesta y provocando una tragedia. Quienes manifiestan en el cuento un frenesí más ... injustificado y fanático por el acontecimiento musical son las mujeres. De ahí la apelación mitológica que el título hace a las féminas salvajes y enloquecidas de la corte dionisíaca. De hecho, una de ellas le espeta al escéptico narrador en la platea en la que ambos se hallan y con un larvado tono de reproche: «¿No sabe que el Maestro cumple esta noche sus bodas de plata con la música?»

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Cito ese desternillante cuento en el que el fervor muta en furor porque no puedo evitar acordarme de él cada vez que tengo noticia de las iras y abucheos que el director escénico Calixto Bieito, actual responsable artístico del teatro Arriaga, va recogiendo por Europa según estrena una de sus controvertidas adaptaciones operísticas. El prestigio de Bieito crece de una manera directamente proporcional a la dimensión que toma cada nuevo escándalo que protagoniza. Cuanto mayor es la animadversión que suscitan sus vanguardistas y provocadoras escenografías, más se cotiza su arte. La última de esas broncas ha tenido lugar a mediados del pasado abril en el Teatro de la Ópera de Viena cuando salió sonriente a saludar al público tras el estreno de un montaje del 'Tristán e Isolda' wagneriano que se caracterizó por una mareante abundancia de tarimas ascendentes y descendentes, columpios pendulares, elementos móviles de toda índole, desnudos integrales y chorros de sangre a raudales.

Los silbidos y abucheos de Calixto Bieito vienen de lejos. Ya hace dos décadas estremeció al público de Londres con una escenografía de 'Un baile de máscaras' de Verdi en la que presentaba a un grupo de ejecutivos sentados en una fila de tazas de retrete y leyendo el periódico con una impasible naturalidad. El montaje llegaría después al Liceo de Barcelona y al Teatro Real para que los aficionados españoles pudieran disfrutar de la misma indignación que los londinenses. El último de sus numeritos en nuestro país aconteció el pasado marzo con la llegada al Real de 'El ángel de fuego' de Prokófiev. Por si no fuera lo bastante dura la música del compositor ucraniano y crudo el planteamiento argumental -el caso de posesión diabólica o de mera psicosis de Renata, una pobre muchacha en la Alemania del siglo XVI- Bieito aporta los ingredientes de la pederastia, la violencia de género, un escenario de pesadilla que recreaba plásticamente un cerebro enfermo, una ambientación del siglo XX y una bicicleta extemporánea que acaba ardiendo como la protagonista en la hoguera de la Inquisición.

Bieito es a la dirección escénica lo que Calatrava a la arquitectura. No hay una ocasión que uno y otro desperdicien para dejar una fulgurante estela de enojo colectivo, como si ambos hubieran hecho suyo el famoso lema de Churchill según el cual «el secreto del éxito reside en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo». Pero, yendo más lejos de los anecdótico, lo que la figura del director de escena burgalés y su colección de gloriosas derrotas sugieren es la búsqueda de una solución al fundamental problema estético que hoy, ciertamente, plantea el género operístico para una representación contemporánea: ¿se halla condenado a la literal y trivial recreación histórica que tiznó grotescamente de negro cientos de veces los lagrimones en el rostro de Pavarotti mientras interpretaba el 'Otello'? ¿No hay otra salida estética a ese recargado corsé que la deslocalización y el anacronismo transgresores en el atrezzo escénico como metáforas de la intemporalidad y la globalidad que definen a nuestra época? ¿No hay otra respuesta a ese recargamiento arcaico que este recargamiento kitsch?

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Mientras los Calixtos buscan una solución escenográfica a esa demanda; mientras aciertan o yerran; mientras despiertan la pasión o la ira de las Ménades de Cortázar y de las del presente, nos queda el humor con el que preguntarnos, desde nuestro discreto palco de 'voyeurs' irredentos, si el drama está en los proscenios o en los patios de butacas. Nos queda contemplar el divertido espectáculo de esas mujeres vestidas con trajes de noche y de esos hombres de smoking que pierden la compostura y silban y gritan en los teatros europeos y saltan de sus asientos y amenazan con avanzar hacia el escenario para provocar la catástrofe.

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