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Fue uno de los grandes tenores españoles del siglo XX. De haber nacido en Texas o Nebraska, hace tiempo que se habrían rodado ya un par de películas sobre la vida y milagros de Pedro Lavirgen. Natural de Bujalance (Córdoba), nació en el seno de ... una familia analfabeta. Su padre se ganaba la vida como espartero, vareador de aceitunas y matarife. Trabajaba de sol a sol para mantener a los ocho hijos y con el tiempo no dudó en apoyar al chaval que le había salido cantarín y sobre todo tenaz, muy tenaz. Entre 1959 y 1993 llegó a cantar en los mejores teatros de ópera, pero no solo se hizo querer por el público. También los colegas y la crítica especializada tenían un especial aprecio por el tenor cordobés. El domingo falleció en Madrid a los 92 años y los recuerdos se agolpan. Los aficionados saben mucho de Lavirgen. Era un hombre transparente y genuino.
Enclenque y cojo en la infancia por una grave caída y falta de asistencia médica, aprendió a leer y escribir a los 13 años. Se licenció en Magisterio y ejerció de maestro durante un brevísimo periodo. Lo suyo era cantar. Por fortuna tenemos discos, no muchos, que certifican para la posteridad la valía de un artista que se ganó el respeto de directores de orquesta de la talla de Claudio Abbado, Gianandrea Gavazzeni y Francesco Molinari Pradelli. Todos ellos, maestros que sabían respirar con los cantantes y se ponían al servicio de la partitura. Lavirgen no tenía talante de divo y chocaba con los virtuosos de la batuta que asumían el rol de estrella. Era un intérprete entregado pero humilde y, además, renqueaba ligeramente. Quizás por eso algunos coliseos de campanillas le negaron el respeto que se merecía. En el Met de Nueva York y en la Scala de Milán lo contrataron pocas veces; su personalidad solo arrollaba en el escenario. Hacía valer su carisma delante del público pero no en los despachos.
Pese a todo, nunca sintió la necesidad de cambiar. Le bastaba con sentirse adorado en la Ópera de Viena –donde cantó en 16 temporadas seguidas–, y en el Liceu de Barcelona, que lo tuvo como presencia fija durante casi una década. Era leal a muerte con los que le querían. El talante de Lavirgen se había forjado en los tres años que pasó en un hospital de los Hermanos de San Juan de Dios, donde no solo se recuperó de una lesión atroz en la rodilla, fruto de una caída a plomo sobre una piedra, sino que le dio tiempo a educar la voz en el coro del centro.
Ya mayorcito, libre de muletas y aparatos ortopédicos, terminó el Bachillerato y obtuvo el título de maestro, volcándose en la natación para recuperar la forma física. Quería ser cantante de ópera a toda costa. El párroco de Bujalance, el carmelita descalzo Ladislao Senosiain, asumió el papel de ángel tutelar y logró que se marchara a Madrid. Allí ganó una plaza de profesor en un colegio y empezó a cantar en funerales para llegar a fin de mes. También estudió música en el Conservatorio y pulió su instinto de actor en la Escuela Superior de Arte Dramático. El maestro de canto Miguel Barrosa y más tarde Alessandro Zilliani en Italia vieron su potencial y no tardaron en ponerlo en el cajón de salida. No tardó en cantar por todas partes. De Japón a Chile, pasando por Italia y Reino Unido.
No se prodigó en los estudios de grabación pero sí lo suficiente para dejar discos apabullantes. Entre ellos, hay una selección de arias del sello EMEC que incluye los principales caballos de batalla de 'Tosca', 'Turandot', 'Andrea Chénier', 'Aida', 'Otello', 'La forza del destino' y... 'Granada'. No faltan tampoco registros de zarzuela como 'Doña Francisquita' y joyas verdianas, registradas en vivo y en directo, como 'Aida', con Jessye Norman y Fiorenza Cossoto.
La suya era una voz de muchos decibelios, con agudos que clavaba como puñales y una capacidad pulmonar que le permitía jugar con los golpes de efecto. Sentía debilidad por el repertorio dramático y verista, como demostró en la ABAO, allá por 1971, con una interpretación inolvidable del Don José de 'Carmen'. Al año siguiente, volvió a convencer en Bilbao, esta vez con 'Andrea Chénier', y en 1976 se atrevió con un título menos lucido, 'I Masnadieri', de Verdi. En 1981 cantó por última vez en la ABAO, nada menos que en 'Zigor', de Escudero. Nada le arredraba. Su mayor pena fue la muerte de su mujer. Lo demás, decía, «no merece quebrantos».
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