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Giovanni Anselmo (1934-2023) no estudió en ninguna escuela de arte y durante un tiempo se ganó la vida como diseñador gráfico en un estudio de publicidad. Nacido en un pequeño pueblo a 50 kilómetros de Turín, llamado Borgofranco d'Ivrea, muy popular entre los ... senderistas y amantes de las cebollas rellenas, tenía gustos sencillos y ambiciones cósmicas. Con esos mimbres estaba destinado a marcar la diferencia en las filas del Arte Povera que surgió en los años 60 como respuesta al optimismo en el progreso y a las convenciones estéticas. Pero en su caso no solo se inclinaba por los materiales más humildes, como el granito, el serrín, las lechugas y las esponjas, sino que su propia concepción de la vida y la creación no parecían de este mundo.
Fue un Franco Battiato de las artes plásticas (aunque desde una perspectiva nada espiritual, sino profundamente atea), siempre atento a las fuerzas visibles e invisibles de la realidad, con piedras, cables de acero o brújulas que tendían puentes entre lo material y lo inmaterial. Ponía los ojos en un centro de gravedad permanente. Su vigencia palpita en las más de 40 obras reunidas en la exposición 'Más allá del horizonte' que se inaugura este viernes en el Guggenheim. Es una retrospectiva, comisariada por Gloria Moure, que incluye dibujos, esculturas, fotografías, proyecciones y hasta su último trabajo, póstumo y concebido expresamente para el museo bilbaíno. Se titula 'Mientras hacia ultramar el color levanta la piedra' (1995-2023) y su materia prima es la piedra caliza de las canteras de Lastur.
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No llegó a visitar los macizos kársticos de Izarraitz –en los últimos años sufría de problemas de movilidad– pero sintonizó a distancia con sus rocas. Se le enviaron muestras a Turín y su equipo recaló en Gipuzkoa para hacer trabajo de campo. El artista seleccionó las piezas y no dudó en hacerlas viajar hasta los confines de la tierra. Es clave el pequeño rectángulo de azul intenso –un color llamado ultramar– que cuelga en la pared debajo de los pedruscos. Se trata de un guiño al pigmento exótico que, allá por el siglo XVI, se importó de Asia por vía marítima. Con ese detalle vincula el País Vasco con tierras muy lejanas, porque en su visión el todo era la realidad primera y última. Y cada uno, a su manera, también reflejaba esa globalidad. Algo que plasmó con claridad en el marco de 'Entrar en la obra' (1971), una impresión fotográfica sobre lienzo, que lo muestra como una figura diminuta en mitad de la inmensidad de un prado. No tiene más entidad que un insecto pero focaliza la atención del espectador. Único en su insignificancia.
Al contrario que Hamlet, no dudaba entre ser o no ser. «Giovanni primero existía y luego pensaba. Exactamente al revés del dicho cartesiano. La materia y la existencia eran su prioridad», subraya Gloria Moure, gran amiga del artista, además de curadora de la retrospectiva. A diferencia de Hamlet, Anselmo no sufría pesadillas y podía sentirse el rey del espacio infinito en una cáscara de nuez. No tenía un sentido del tiempo lineal. Le interesaba «regresar al futuro» y «proyectarse en el pasado», sin perder el norte. Sentía pasión por las brújulas y lo desconocido. Desde su primera exposición individual en Turín, hace 56 años, no dejó nunca de producir y darse a conocer, lo mismo en Nueva York que en Varsovia, Londres, París, Bruselas, Berlín, Madrid y Santiago de Compostela. En 1990 ganó el León de Oro de Pintura en la Bienal de Venecia y en 1999 inauguró la pieza 'Cielo acortado', en la pontevedresa Isla de las Esculturas, que tiene forma de columna chata pero aspira a limitar el firmamento.
Todas sus obras son ambiciosas y priorizan la experiencia sobre la mera contemplación. En la exposición que acoge el Guggenheim los estímulos son más mentales que visuales. En ese sentido atraerá una obra como 'Trescientos millones de años' realizada con antracita, chapa y una lámpara que irradia calor para retroceder hipotéticamente en el tiempo. Tampoco pasará desapercibida 'Escultura que come', compuesta por dos piezas de granito atadas alrededor de una lechuga, que sirve para reflexionar sobre la degradación biológica.
El artista piamontés falleció el pasado diciembre y hasta el último momento estuvo volcado en los preparativos de la retrospectiva. Incluso aceptó que su retrato apareciera en la portada del catálogo de la exposición, algo insólito en una persona tan reservada y hermética. Hasta ahora solo divulgaba la emblemática foto del 16 de agosto de 1965 que lo muestra en la cima del volcán Stromboli, frente a la costa de Sicilia. No es una imagen cualquiera y como tal ocupa un lugar preeminente en la retrospectiva, a la izquierda de la entrada de la sala. Es la viva imagen de su epifanía artística, porque el amigo que captó la instantánea lo hizo desde un ángulo con efecto óptico: el joven Giovanni no tiene sombra.
«Fue entonces cuando experimentó su disolución en el infinito y decidió presentar la realidad a través de materiales existentes y relaciones físicas fundamentales como la precariedad del equilibrio, los campos magnéticos o la fuerza de gravedad», ilustra Gloria Moure. Inclasificable y fiel a sus convicciones, pese que tenía una habilidad pasmosa para el dibujo y la pintura, Giovanni Anselmo fue un artista que renunció a plasmar la realidad tal como se revela al ojo humano. A su manera, tenía los mismos sueños de su ilustre colega inglés William Blake: «Sujetar el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora». Luchó hasta el final para conseguirlo.
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