La de Agustín Ibarrola es una de esas vidas que resumen una época. El 18 de agosto cumplirá 90 años en su caserío de Oma, en Kortezubi, y la efeméride hará que en la mesa de la celebración familiar se aparezcan el niño de ... un caserío de Basauri, la Guerra Civil, la tremenda posguerra, los recuerdos con su mujer Mari Luz y sus hijos, la militancia antifranquista, la cárcel y la recuperación de la democracia, a veces con poca memoria para los que lucharon por ella.
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Una biografía compartida por algunos -no muchos- de su generación y en la que destaca una anomalía, su deseo claro desde la adolescencia de ser artista, que le llevó por caminos imprevisibles.
A los 17 años inauguró en la galería Studio del Casco Viejo su primera exposición. Fundada por un grupo de amigos aficionados al arte de su tiempo, solía pasarse por esta sala sin que le tomaran en serio hasta que el «aldeanito», según su propia definición, les llevó unas sábanas pintadas, porque no tenía dinero para lienzos. La opinión de los galeristas cambió. No sólo le montaron la muestra sino que esta le sirvió para lograr una beca, de la Diputación y el Ayuntamiento de Bilbao, para estudiar en Madrid con el pintor Daniel Vázquez Díaz. A un muchacho que había dejado la escuela a los once años, aquello le cambió la vida.
«Mi padre era uno de esos talentos guiados por el instinto, con un trazo muy enérgico. La burguesía culta del Bilbao de entonces apostó por él. Ahora es imposible que se produzca un tutelaje de ese tipo. Todo está más estipulado, más tasado por las modas», considera su hijo, el también artista y colaborador de EL CORREO Jose Ibarrola.
Al artista que transformó los pinares de Oma en una obra de arte le entusiasmaba la pintura de Vázquez Díaz y de Aurelio Arteta, cuyos cuadros veía una y otra vez en el Bellas Artes bilbaíno. Ambos representaban para él una evolución interesante del cubismo. Por eso estudiar con el primero le convenció definitivamente de que su camino era el arte.
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Un camino que llevó a vivir dos años en Formentera, a mediados de los años cincuenta, cuando ya estaba casado. «Entonces era una isla semidesconocida en la que se habían refugiado algunos perseguidos después de la guerra», cuenta Jose Ibarrola, que define como «asilvestrado» el carácter de su padre.
De la isla saltó a París porque necesitaba ir allí para «trazar todo el recorrido de las vanguardias, desde el simbolismo al arte abstracto», según explicó a este periódico. Se fue con una mochila en 1956 en autoestop, sin saber una palabra de francés. Tiró de carretilla, movió bultos en las estaciones de tren, fue pintor de brocha gorda y descargó camiones en el mercado de Les Halles, donde hoy está el Centro Pompidou.
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Allí formaría el Equipo 57 junto a Ángel Duarte, José Duarte y Juan Serrano. Algo más tarde se unió el arquitecto Juan Cuenca y también participaron en él Jorge Oteiza y Néstor Basterretxea. «Aunque Agustín hablaba de una manera pausada y era muy pacífico, tenía mucho ímpetu a la hora de organizar cosas. Nos oponíamos al arte subjetivo, informalista, y buscábamos una forma de creación social, colectiva, racional, objetiva. Debatíamos porque era parte del proceso creativo, no firmábamos los cuadros porque habían salido de todos y diseñamos muebles para que la creación tuviera una proyección social y llegara a un número lo más amplio de personas», resume Cuenca.
Aquella aventura artística «constructivista», inspirada en la Bauhaus, llevó a otra aventura más vital, la marcha del grupo a Dinamarca en el verano de 1957. Se plantaron en una localidad próxima a Copenhague. Les cedieron un local para vivir en la casa de la juventud, participaban en las comidas de los campamentos y el alcalde les dio dinero. Se quedaron hasta la primavera del siguiente año. «Aquello tan nórdico, civilizado y respetuoso, con 24 grados bajo cero en invierno, nos parecía de lo más exótico», recuerda Cuenca.
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A principios de los sesenta dejaron las actividades colectivas e Ibarrola intensificó las políticas en el Partido Comunista. Estuvo preso en la cárcel de Burgos de 1962 a 1965 y entre 1967 y 1973. De aquella época es el movimiento Estampa Popular, a cuya rama en Bizkaia perteneció a junto a María Dapena y Dionisio Blanco. «Es una parte muy interesante de su trayectoria porque con la utilización del grabado querían que el arte comprometido llegara al pueblo. Esa etapa también le permitió dar el paso a los grandes lienzos de fábricas, obreros y protestas», opina Mikel Onandia, historiador del arte y profesor en la UPV-EHU.
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Con la vuelta de la democracia, dice Jose Ibarrola, su padre abandonó «la necesidad militante y recuperó el espíritu del Equipo 57, las formas abstractas aunque desde entonces más expresivas». Con las pinturas sobre las traviesas del ferrocarril descubre la posibilidades de la madera como soporte. En el Bosque de Oma empieza un viaje hacia el origen del arte, hacia la Cueva de Santimamiñe.
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«Con la Transición, se quiso pasar página y eso significó olvidarse de gente como mi padre. Entró en una situación personal de decaimiento de la que salió reecontrándose con la naturaleza», expresa su hijo. En 1993, el Reina Sofía de Madrid organizó una muestra sobre el Equipo 57 que viajó a la Sala Rekalde de Bilbao y que reivindicó la aportación del grupo al arte contemporáneo. Con un lugar más que acreditado en el panorama artístico, Ibarrola volvía a la pelea como en la época franquista, esta vez contra el terrorismo.
Jose Ibarrola está preparando una exposición sobre su padre que se inaugurará a finales de octubre en la Sala Rekalde de Bilbao. «Quiero explicar que Oma no lo ha pintado un gnomo salido del bosque y que no es un parque de atracciones, sino que tiene un sentido en la investigación sobre las formas que conecta con Equipo 57, lo mismo que Llanes y que Muñogalindo, en Ávila. Es su lenguaje, su abecedario, el que está impreso en esas obras», explica.
Según Mikel Onandia, a la obra de Ibarrola se le está prestando una atención creciente. «Su inclusión en la exposición de los 110 años del Bellas Artes y en la de 'Después del 68' me pareció muy significativo. Ahora es un buen momento para pensar en una muestra que analice toda su trayectoria y la ponga en el contexto vasco, español e internacional, con una cronología y estudios interpretativos», incide Onandia.
Jose Ibarrola critica la nula representación de la obra de su padre en las colecciones públicas más allá de la producida a comienzos de los setenta. «Es como si después no existiese».
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