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«Yo me considero artista y un ciudadano, aunque me han llamado de todo», comentaba con una mezcla de ironía y rotundidad Agustín Ibarrola a este periódico hace una década, cuando estaba a punto de cumplir los 80 años, sentado en el exterior de ... su caserío en Oma.
«Mi padre no ha tenido aspiraciones políticas, al contrario que muchas personas que lucharon con él durante el franquismo y quizá por eso se quedó también desubicado en la Transición. Ni tampoco ha sido de grandes teorías. Siempre ha ido de frente y ha luchado por lo mismo, por la justicia y por la libertad, en la época franquista y contra el terrorismo. Veía que la historia se estaba repitiendo», explica Jose Ibarrola.
Como en el franquismo, optó por el «yo no me callo» y pagó las consecuencias, las amenazas de muerte, la destrucción del Bosque de Oma, la vida en un caserío metido en un valle de difícil acceso con dos escoltas en la puerta las 24 horas del día.
«Se rebeló, se convirtió en un símbolo y ETA le tenía muchas ganas. En esa situación se producen muchos daños colaterales. Hay amigos que dejan de serlo o que no lo eran tanto y te conviertes en problemático para unos y para otros. A él le dolía que le convirtieran en un tópico, en ese artista con txapela que acude a las manifestaciones. Siempre ha querido ser, por encima de todo, un creador», añade.
Un conjunto de siete estelas adquiridas por el Gobierno vasco en 1988 se instalaron en siete puertos pesqueros vizcaínos. De unos 2.200 kilos cada una, desaparecieron de esos emplazamientos y tras una investigación las encontraron rodeadas de latas roñosas y neumáticos abandonados en el vertedero del muelle Xixili de Bermeo.
En 2011 celebró una exposición en Aritza, la galería de Sol Panera en Bilbao. Coincidió con el cese definitivo del terrorismo. Hacía una década que no exponía. «No me sentía con ganas. Tenía miedo de que destruyeran la obra. Y temía por mí pero sobre todo por la galerista y por todo lo que podían perjudicarla», confesó a este periódico.
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