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Desirée se escapó de casa con 12 años y nunca regresó. Prefiere no hablar de su familia, pero no era un buen lugar para vivir. ¿Adónde va una niña sola? «Vas donde se te quiere un poco. Así empecé a agarrarme a clavos ardiendo». Alude ... a una sucesión de hombres que no la trataron bien. Con la mayoría de edad recién cumplida ya vivía en la calle. «Es muy dura y más para una chica. Empecé a consumir heroína y cocaína. De alguna manera tienes que sobrevivir y la única que había visto en mi casa eran las drogas y los chicos». Es una veterana de la calle. Lo suyo no fue una temporada. Vivió diez años sin un techo sobre su cabeza. Es el rostro de una realidad que crece: cada vez hay más mujeres sin hogar. «Tardan más que los hombres en llegar a la calle, pero cuando lo hacen están más destrozadas. Para ellos, parece que dar un portazo y marcharse es un recurso. Para ellas es la última opción», explica Sonia Gorbeña, una técnico de Bizitegi que trabaja con ellas.
¿Cómo era para ellas un día cualquiera? «No duermes casi. Despiertas medio drogada y te vas a pedir para comer y para consumir. A mediodía vas al comedor social. No paras de andar y machacarte los pies todo el día. Te sientes una mierda, no te ves como una persona», cuenta Desirée. «Si pides comida es más fácil que den, dinero es más difícil. Acabas haciendo cosas de las que te arrepientes. Yo tuve que prostituirme. Era muy joven. Es muy dura la calle».
La infancia de Desirée y la década que pasó en la calle empequeñecen los relatos de Dickens. Ella puede hablar de ello, quizá porque ahora recurre a los verbos en pasado. «Ahora sí me siento como una persona». Después de tocar fondo con un coma a los 29 años, ha sabido remontar. Dejó de consumir y, a sus 33 años, se está acostumbrando a vivir en un piso de Bizitegi con otras mujeres que pasaron por su misma situación. Hace teatro y salidas al monte con la misma asociación. Busca empleo mientras paga su parte del alquiler con la RGI y tiene una ayuda por discapacidad. «La enfermedad mental, que es un estigma más». Algo muy frecuente entre quienes duermen al raso.
«Son mujeres muy valientes, que han hecho un gran sacrificio para salir adelante y que tienen mucho mérito», valora Leire, otra de las trabajadoras de Bizitegi. Sonia descarta el término 'sin hogar' porque parece «inmutable, algo que eres, cuando son mujeres a las que en un momento de su vida les ha tocado pasar por esto y están en un proceso. Uno que, como todo en la vida, no es lineal». La calle deja las manos rugosas y heridas muy hondas. Saber reinventarse requiere tiempo y esfuerzo. Desirée lo logró hace un año y Fátima hace un par de meses.
La mayoría de las mujeres haría cualquier cosa para evitar la calle y Fátima encaja en esa descripción. «Nunca se habían visto tantas y sin problemas de drogas. Yo no me he drogado jamás y me he visto sin casa. Para no terminar en la calle me he tenido que ir a vivir a un albergue y ha sido muy fuerte para mí. Jamás en la vida hubiera pensado que me podía pasar». Cuando echa la vista atrás -la voz le tiembla al recordar- sitúa el comienzo de todo con claridad. «Me vi sola. Mi marido nos abandonó a mi hija y a mí. Tenía que elegir entre trabajar o cuidar a mi hija y elegí cuidarla. Me quedé sin ingresos y sin nada». Sólo le quedaba recurrir al albergue de Elejabarri, donde no podía entrar con menores. La pequeña, de 12 años, «tuvo que ir a un piso de menores». En los ocho meses que pasó allí, Fátima se hundió. «Me pasaba todos los días llorando. Separarme de ella ha sido muy doloroso».
Fátima no tenía familia en Bizkaia. Nacida en una gran ciudad española, vino de joven y hasta hace poco nunca había tenido problemas para trabajar por turnos «en hostelería, cuidando niños y en la limpieza». Enlazó relaciones complicadas y alguna pareja tóxica. «Venía de trabajar y me encontraba con que ni había dado de comer a la niña», recuerda. «Veía que no la cuidada», se duele. Madre e hija tienen una buena relación, aunque la pequeña «pasó un tiempo enfadada conmigo». Le culpaba de lo sucedido. «Ella quiere estar conmigo. Siempre me dice que busque un trabajo para que nos vayamos juntas a un piso».
«Ponerte a hacer la cola para entrar al comedor es muy duro. Allí piensas cómo has podido llegar a esto. Es la imagen de haber fracasado en la vida». La estampa les remueve a las tres. «La comida está bien, es algo caliente y sienta bien». Se desayuna a las ocho, siempre un café con una porción de mantequilla, y se come temprano, a la una y cuarto. «Hay que estar a esa hora porque si llegas a las 13.45 horas ya no te dejan entrar. A mí me ha pasado. Me aguantaba hasta las ocho que es la cena. Como no tenía dinero, pasaba hambre. Prefiero eso que pedir», dice Fátima. Pasaba el día en Sartu, una oficina de empleo, mandando currículums y volvía al albergue para llamar si había alguna oferta de trabajo. «Al principio tenía móvil, pero me lo robaron. Trabajaba por horas en un bar y me echaron porque no podían contactar conmigo».
Quienes viven sin hogar se mueven continuamente porque los recursos donde desayunan, comen y duermen están en sitios diferentes y porque, como cuenta Desirée, «la gente te mira te mal». Ella solía dormitar «en cajeros, debajo de los puentes y en el parque de Doña Casilda cuando hacía buen tiempo». Siempre con un ojo abierto, aunque eso no le evitó robos y agresiones. «Al principio, parece que hay algo de compañerismo, pero luego todo el mundo va a lo que va. La droga tira y, si pueden, te van a robar». Dormía siempre con un estilete en la mano.
Fátima admira su valentía. «Yo en la calle me muero. No podría defenderme». Ella ve la habitación que comparte en un piso de Bizitegi como una salvación, porque «estaba muy deprimida. La gente te trata como si fueras basura por haber tenido que ir a un albergue». En medio de esa soledad, hay pequeños gestos que cambian todo. Desirée no olvida a ese hostelero de la plaza Zabalburu que todas las mañanas le regalaba un café. «Hay trabajadores de banco que les van dando una pequeña cantidad de su RGI cada día, cinco euros o lo que sea, para que no se les vaya en pocos días», cuenta Gorbeña. «Personas que quieren ayudar», valora. Un tesoro inusual en un mundo que suele no cruzar la mirada con ellos. «Saludarles, sentarse un momento a su altura, ya es mucho». Quienes pasan mucho tiempo sin un hogar acaban sintiendo «que son invisibles».
Mila maneja los mismos verbos sufridos, pero en presente. Habla con un hilo de voz y sus frases acaban en un silencio brusco, como si sus tímidos pasos le condujeran a una pared gigantesca. Todo desemboca entonces en su mirada, unos ojos inquietos que parecen revelar parte de su historia. «En invierno duermo en el albergue y en verano vivo en el monte». Habla con una sonrisa fija, como sacada de una fotografía de un tiempo remoto. Es su forma de mostrarse amable, y no oculta que le faltan fuerzas y palabras para contar su vida. Deja retazos que retratan su día a día. «En verano, cuando hace sol, caliento el agua de lluvia en unos garrafones para ducharme». A sus 41 años duerme a menudo «en cajeros y portales» y le han robado hace poco. Se disculpa por su castellano con acento del Este, pero se hace entender perfectamente. «Me quedé sin dinero y me estoy buscando la vida sola. No tengo ninguna ayuda. Sobrevivir en la calle es muy duro». En un determinado momento, mientras sus compañeras hablan, Mila se levanta y se despide de todos con un gesto infantil con su mano derecha. Arrastra el carro de la compra donde lleva sus contados enseres hasta la calle. Vuelve al lugar donde nadie la mira. Donde sobran las palabras.
230 plazas tienen los albergues bilbaínos para personas en la calle. Uribitarte y Elejabarri, con 83 y 71 plazas, son los más grandes y Lurberri Etxea, de Cáritas, gestiona la larga estancia con 25. En invierno se refuerza con otras 91 camas.
Machismo en los centros «Las mujeres vamos a Elejabarri y sólo hay una planta para nosotras. Hay baños compartidos y te dicen de todo. Hay tanto machismo», denuncian. El Gobierno vasco admite en un informe que hacen falta más espacios sólo para ellas.
Pisos de Bizitegi En los pisos de Bizitegi donde viven ahora Desireé y Fátima abonan el alquiler con la RGI. No se puede consumir drogas ni alcohol. «Nos llevamos muy bien con los vecinos. Todo el mundo te saluda», valoran.
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