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Hay también un Bilbao de los muertos que ni siquiera está en Bilbao: el cementerio de Vista Alegre, repartido entre los términos municipales de Derio y Zamudio, es desde hace 121 años un espejo melancólico de la capital vizcaína, en el que se van reflejando ... las etapas que ha atravesado la villa en todo ese tiempo. Del mismo modo que las tétricas calaveras de la puerta de los camposantos suelen llevar ese aviso inquietante de 'yo soy lo que tú serás', este recinto podría decirle a Bilbao algo así como 'yo soy lo que tú fuiste', ya que aquí acaban desembocando todas las vidas que se han entretejido y han dado sustancia a nuestra historia reciente. Estos días, está en temporada alta: no por sus huéspedes, un suministro que jamás decae, sino por sus visitantes, que en las fechas previas a Todos los Santos traen un ajetreo más propio de la fatigosa ciudad de los vivos.
«El cementerio es perfecto para conocer la historia de un lugar. Puedes recorrerte todo Bilbao, acabar agotado y no enterarte de nada, pero aquí, en una mañana y en la paz de los muertos, lo entiendes mejor», defiende José Antonio Fernández, gerente de Bilbao Zerbitzuak, el organismo municipal del que –en un singular desdoblamiento– dependen los cementerios y los mercados. Fernández es un entusiasta de esa vertiente cultural de Vista Alegre: a la vista de los panteones y capillas más ilustres evoca la «ebullición» económica de principios del siglo XX que acompañó la puesta en marcha del cementerio, después de que sus antecesores urbanos se quedasen pequeños para una ciudad en plena metamorfosis, pero además le gusta hacer hincapié en tumbas y nichos de menos relumbrón, lugar de reposo de personas más humildes que también aportaron el hilo de su vida al conjunto.
Algunos de esos hilos, de hecho, fueron tan largos como el de María Puyo, la bilbaína de Indautxu que falleció en 2014 con 110 años, tras lo que ella misma definió como «una vida muy feliz», y que es la persona más longeva enterrada en este recinto. Está sepultada en un panteón familiar y, tras pasar ante él, resulta inevitable fijarse en otras lápidas con cifras mínimas, de 3 años, de 14 meses, o en esas tumbas en las que padres desconsolados han depositado peluches y juguetitos. Los paseos por el cementerio siempre nos remueven, despiertan a nuestros fantasmas –los de verdad, los que llevamos por dentro–, y quizá por eso no acabamos de sacar todo el partido a un lugar como este, ideal para el paseo reflexivo: «Sí lo aprovechan los de Derio. La gente de Bilbao es más reacia a frecuentarlo: a lo mejor vamos a Cádiz y visitamos un cementerio, pero luego no venimos a esta maravilla», analiza Fernández.
Las tumbas son como entradas de una enciclopedia. Ahí está el nicho de Santi Herrero, la estrella del motociclismo que murió con 28 años, en 1970, tras sufrir un accidente en la Isla de Man. En su lápida se puede ver la placa de la sociedad Lube, la mítica motocicleta vasca, y también el trébol de cuatro hojas de Ossa. «No hay motorista que no entre: los ves ahí, con el casco en la mano, en posición de respeto», comenta el gerente. Herrero comparte pasillo con el poeta Gabriel Aresti y un poco más adelante está la sepultura de Julio Fernández Varo: hijo de un farero de Barbate, dramaturgo, autor de zarzuelas, fundador de la sociedad protectora de animales... Encargó el panteón cuando falleció su mujer, que era hija del responsable del otro faro de Barbate: «Nunca te lloraré bastante, Carolina», escribió. Otro nombre: Alejandro Arechavala, el bombero que murió en el incendio de la Alhóndiga de 1919, cuando el almacén de vinos y licores se prendió como una tea. El Ayuntamiento costeó su lápida, que tiene como adorno una corona tallada de siemprevivas. Y una de las fosas más modestas: la de Juanita Mir, periodista navarra que fue fusilada por los franquistas en el propio cementerio, a unos metros de la parcela anónima en la que yace.
La parte más ilustre del cementerio, en la cruz central que solo distinguimos al verlo en un plano o en una imagen por satélite, es la del esplendor arquitectónico y escultórico, con algunas piezas que impactan en el espectador desprevenido... o incluso en el que ya repite visita. ¿Hitos? El abracadabrante panteón de la familia Chávarri, una suerte de enigmático torreón con una esfera de piedra en lo más alto y plagado de simbología en la que destacan los lagartos y los buitres. La dama blanca de los Ibáñez de Betolaza, sentada, inexpresiva, con la mirada ausente, como una imperturbable aparición. El fraile ensimismado que lee un libro en la tumba de los Cámara, junto a una columna en la que se alza una calavera como desdeñosa dueña y señora de estos dominios. O la mujer doliente, delicadamente esculpida, que acompaña a doña Casilda de Iturrizar: «Era la persona más rica de Bilbao y habría podido ser la más rica del cementerio, pero, entre mausoleos que transmiten sensación de grandeza, ella está en una tumba menos ambiciosa», destaca Fernández. Sí, en este Bilbao de muertos también hay clases, pero los clásicos no se equivocaban al decir que la guadaña nos iguala: junto a la capilla de los condes de Montalvo llama la atención una engalanada tumba gitana, con sus flores, sus adornos y sus retratos del difunto. Aquí nadie da tanta importancia al día de Todos los Santos como esa comunidad.
Entre tantas figuras alegóricas, como un más allá de piedra, hay casos en los que creemos toparnos cara a cara con el muerto. Es el caso del soldado José Espinosa de Orive, teniente del regimiento Garellano que «murió gloriosamente por la civilización y la patria» en 1925, durante el desembarco de Alhucemas. La estatua que preside su sepultura nos presenta a un militar de uniforme, con la mirada baja, quizá un poco estupefacto ante su propia muerte. Y también hay una tumba extraordinaria en la que el visitante puede atisbarse a sí mismo. El socialista y masón Tomás Meabe, fallecido en 1915 de tuberculosis, dejó claro cómo quería que lo despidiesen: «Si adornar queréis mi último vestido, esa tierra que hará tierra de mis huesos, hacedlo con flores, no con cruces y cosas feas», escribió en 'Mi tumba'. Y, en otra obra, apuntó que «los epitafios debieran ser puestos con jabón sobre pequeños espejos hacia el cielo». Y así es, el espejo inclinado de su lápida refleja el árbol vecino, un pedazo de cielo, los aviones que despiertan a los cipreses en su ruta hacia el aeropuerto, pero, si nos acercamos lo suficiente, también nos mostrará nuestro propio rostro, como futuros habitantes de este Bilbao silencioso y paciente.
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