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Lidia Gil tiene 89 años. Padece multitud de dolencias musculares y esqueléticas. Ya no puede caminar. Se desplaza en silla de ruedas. Desde 2012 vive en un modesto piso de Mamariga, en Santurtzi. El inmueble no es de su propiedad, sino que pertenece a un ... fondo de inversión. La entidad lleva varios meses intentando echarla. Ayer, en el Palacio de Justicia de Barakaldo, se celebró la vista para su desahucio. El juicio, crucial para su futuro, quedó visto para sentencia tras poco más de media hora.
En el exterior, Lidia recibió el apoyo de un grupo de vecinos que se concentraron para protestar por la situación «inhumana» que padece esta mujer. «Tiene sus derechos, no es ninguna ocupa», advertía un familiar. Lidia es más bien una víctima, una damnificada de la quiebra y del incumplimiento del contrato que firmó con el constructor Jabyer Fernández, el mayor deudor de la Hacienda vizcaína y empresario que pasó tres años en la cárcel por un delito de insolvencia punible.
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Hace 16 años, Lidia y su marido, que tenían una pequeña pero coqueta casa unifamiliar en Mamariga, llegaron a un pacto con el hombre de negocios: el suelo y los derechos edificatorios a cambio de un hogar en una nueva urbanización que se iba a levantar en la zona. La familia de la mujer cumplió: entregó su inmueble, que fue derribado, pero la otra parte nunca correspondió. Jabyer se deshizo de la promoción, que pasó a manos de otro constructor (que ayer ni siquiera apareció en el juicio, cuando estaba citado como testigo). Y se quitaron el problema de encima de una forma temporal: realojando a esta vecina de Santurtzi en otro piso del barrio. Una solución que se reveló como nefasta cuando un fondo de inversión se lo acabó quedando e instó a su desahucio.
Lidia lleva años pleiteando para que se haga «justicia». De Jabyer nada pudo lograr. Y desde 2019 aguarda la sentencia de otro contencioso que interpuso contra el Ayuntamiento de Santurtzi, al que corresponsabiliza de su situación por la existencia de supuestas irregularidades durante el proceso urbanístico que devoró su casa.
En el juicio de ayer ni siquiera se le dio la palabra. Solo pudo asistir como público. Siguió la vista en la que se dirimía su futuro desde su silla de ruedas, visiblemente nerviosa y decepcionada, con la única compañía de un sobrino. La jueza prohibió el acceso a la minúscula sala al resto de interesados, así como a este redactor, amparándose en el límite de aforo vigente por el Covid-19 (sólo 7 personas), algo que ya había sucedido en octubre cuando el proceso quedó suspendido nada más empezar por la incomparecencia de Jabyer como testigo. Al constructor no se le esperaba ayer, ya que la defensa renunció a su testimonio al no poder notificarle.
«Solo quiero que me dejen vivir en mi casa hasta que me muera», dijo Lidia al salir de la sala. La mujer apenas podía articular palabra, pero dejó claro que no alcanza a entender cómo ahora, en la recta final de su vida, se puede ver en la calle, sin un techo, cuando ella era propietaria de una vivienda con su difunto marido Valentín (paradojas del destino, ayer hubiera sido su cumpleaños). Su abogada, Yolanda Merino, avanzó que lucharán para que Lidia no sea desahuciada y dijo que ha ofrecido varias veces, sin éxito, pagar un alquiler social al propietario.
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