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CARLOS BENITO y Julia Fernández
Jueves, 11 de noviembre 2021, 13:54
Lo que pueden cambiar las cosas en solo una década. Allá por 2010, el restaurante Miramar de Artxanda anunciaba en la prensa las ventajas ... de celebrar los banquetes de boda en sus instalaciones: contaban por aquel entonces con un comedor recién reformado, de «ambiente moderno y fresco», además de la gran carpa para el cóctel, la terraza al aire libre para el baile y la sala de fiestas que acogía esa última fase, más golfa y desfasada, en la que suelen terminar estas cosas de casarse. Pero el Miramar, un clásico del sector nupcial vizcaíno, cerró por sorpresa a principios de 2019 y dejó colgadas a todas las parejas que tenían reserva para los meses siguientes.
Aquel edificio orgulloso y pensado para los días felices continúa en pie, pero es algo así como un espectro o el resto desfigurado de un naufragio. Del viejo restaurante solo queda una carcasa saqueada y cubierta de grafiti, salpicada de restos que permiten evocar tiempos más venturosos: desde sillas de comedor despanzurradas hasta paquetes de arroz que caducaron hace años, pasando por la placa en recuerdo de unas bodas de plata que hoy parece uno de los objetos más deprimentes del mundo.
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Por todas partes hay cascotes, plafones arrancados del techo, maderas arrancadas al mobiliario, vidrios rotos... Los turistas que se aventuran hacia el mirador de la ermita de San Roque contemplan el panorama con aprensión y algunos se apoyan en la valla metálica para escrutar con detenimiento los jardines y el interior envuelto en sombras: son la triste versión actual de aquellos curiosos que, hace quince o veinte años, contemplaban lo guapos que estaban los novios.
El Miramar no es el único restaurante histórico de la zona en estado ruinoso. Hubo un tiempo en que subir a Artxanda a comer era 'lo más', algo así como el Manhattan de los banquetes. De hecho, tuvo hasta un casino (eso sí, inaugurado en 1915). Sin embargo, las crisis y los cambios de hábitos de los bilbaínos aceleraron una decadencia que hoy casi da miedo al pasar ante estas moles de cemento pasto de grafiteros, vándalos y okupas.
Hace apenas quince días, el Ayuntamiento anunció que había comprado el edificio del Nogaro, un viejo restaurante que también fue pista de hielo. Según fuentes municipales se escriturará a finales de este mes y le costará 1.689.470 euros a las arcas públicas. La nueva vida para este inmueble llega de la mano del plan que maneja el equipo de Gobierno de Juan Mari Aburto para revitalizar Artxanda: la idea es convertir esta zona en una extensión verde y recreativa más de la ciudad. La propiedad, de 4.200 metros cuadrados construidos tiene un terreno urbano de 13.173, rústico de 30.000, parking con medio millar de plazas... Pero lleva agonizando desde 1986.
No muy lejos de él está otro de estos vestigios del Bilbao que tenía parque de atracciones, el San Roque. Era un suntuoso local con capacidad para 650 comensales, dividido en dos salones, con discoteca, guardería y unas vistas increíbles. Cerró en 2013 y un año después, el abandono del local hacía temer lo peor. En apenas unos meses, el increíble comedor donde se celebraron pantagruélicos banquetes de bodas fue saqueado varias veces y se convirtió en una auténtica escombrera. Ni rastro del lujo de antaño: solo quedaban sillas desvencijadas, platos rotos, escayola destrozada... Los cacos habían arrancado las ventanas, la grifería, la cocina y hasta los aparatos de aire acondicionado.
El Consistorio de la villa lo ha sacado a subasta en varias ocasiones, pero no encuentra comprador. Dicen fuentes municipales que su principal problema es el tamaño. «Tiene 2.000 metros cuadrados y exige un desembolso muy fuerte». Se interesó por él la Iglesia Adventista del Séptimo Día en 2014. Quería convertirlo en centro de culto, pero les quedaba grande. Y así sigue, esperando un nuevo dueño que le devuelva el brillo de antaño mientras amenaza con venirse abajo.
El Grupo empresarial Montenegro hizo de Artxanda uno de sus principales reclamos. Tuvo allí dos de sus restaurantes más emblemáticos: el homónimo y el Euskal Sena. Ambos cerraron enre 2014 y 2016. El primero ha protagonizado diversos incidentes con okupas. La última vez, el año pasado, cuando un grupo de personas entró en el área de las oficinas para quedarse a vivir. Un año antes, se publicó que iba a acoger una residencia para la tercera edad, pero de momento no se ha avanzado en esa dirección.
Igual suerte ha corrido su negocio hermano. El Euskal Sena, con capacidad para 350 personas y un parking de 250 plazas, cerró en 2015 con una deuda de 142.000 euros. Meses después, ya en 2016, rescindió el contrato de sus últimos trabajadores. Desde entonces sus cocinas, esas que sirvieron los mejores pescados y las mejores carnes a la brasa en mesas con impresionantes vistas al Txorierri, siguen cerradas a cal y canto.
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