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Varios vehículos implicados en el acciente fueron retiradas al área de servicio.

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Varios vehículos implicados en el acciente fueron retiradas al área de servicio. Luis Calabor

El accidente de Amorebieta: 18 muertos y angustia en toda Bizkaia

CALABOR: 40 AÑOS DE SUCESOS EN EL CORREO ·

Hoy nos hemos acostumbrado a contactar con nuestros allegados de manera automática, pero hace treinta años pocos teníamos un Ericsson en el coche

Martes, 13 de abril 2021, 07:34

El 6 de diciembre de 1991 fue uno de los días más duros de la crónica de sucesos en Bizkaia. Aquella mañana, en la A-8, se produjo un accidente de tráfico infernal a la altura de Amorebieta, una colisión en cadena de unos 25 coches que provocó 18 muertos y 49 heridos. Varios vehículos quedaron apilados, como una montaña de metal, y acabaron envueltos en una bola de fuego: las fotos de aquella jornada muestran a los bomberos moviéndose entre los restos de los automóviles, buscando víctimas, en medio de una devastación que parece más propia de una gran catástrofe natural que de un siniestro de tráfico. Pero de lo que quiero hablar es de otra cosa que difícilmente se podía reflejar en las imágenes: aquel accidente provocó una especie de onda expansiva que, en forma de angustia, se extendió por toda Bizkaia. En los últimos años nos hemos acostumbrado a que las comunicaciones sean automáticas, porque podemos contactar de manera inmediata con cualquiera de nuestros seres queridos, pero hace treinta años las cosas eran muy diferentes y, en un día como aquel, la congoja hizo que muchísima gente lo pasase muy mal.

Recuerdo que, a mí, la noticia me pilló en la cama, porque había estado trabajando por la noche en alguna movida. Me avisaron de que había ocurrido un accidente gravísimo y salí pitando para allá. En Galdakao, la Ertzaintza estaba sacando el tráfico hacia Basauri, pero me conocían y me dejaron pasar. Había una retención tremenda, pero justo entonces venían varios vehículos policiales y me dijeron que los siguiese. Bueno, en realidad no me lo dijeron, pero los seguí. Tuve que bajarme del coche a unos cien metros del lugar y lo primero que me encontré fue a mi hermana, mi cuñado y mi padre, que habían salido para pasar el día en Francia. Era el arranque del Puente de la Constitución y miles y miles de vizcaínos habían tenido la misma idea: irse para Gipuzkoa, o a los hipermercados de Baiona... Y allí, en mitad de una niebla muy espesa, unos cuantos se habían encontrado de repente con la muerte, no habían podido hacer nada para salvarse. Le habría tocado a mi familia si hubiese sucedido un minuto después.

Los bomberos ya habían conseguido apagar las llamas y estaban trabajando encima de los coches. Entonces nadie tenía teléfono móvil, pero yo llevaba en el coche un Ericsson, un armatoste de cinco kilos que, con una batería grande, se podía sacar del vehículo. Hoy parece una pieza de arqueología, pero entonces era tecnología punta. Volví al coche a llamar al periódico, para decirles que seguramente había varios muertos, y la gente que había alrededor me vio y empezaron a pedirme que les dejase telefonear a casa. Algunos me suplicaban, me decían que me pagaban la llamada, pero que por favor les permitiese hablar un momento con sus familiares. Cada llamada desde aquel cacharro costaba una pasta, pero ¿cómo se lo iba a negar? ¿Cómo no iba a darles esa tranquilidad?

El teléfono Ericsson que llevaba en el coche. Luis CALABOR

A los jóvenes les resulta difícil entender una situación como aquella, y es normal, porque no lo han vivido. Lo peor es que me parece que a los mayores también se nos ha olvidado. Mucha gente había pasado por allí antes del accidente y había seguido viaje hacia su destino, sin enterarse siquiera de que poco después había ocurrido un desastre, así que estaban tan tranquilos, tan felices, disfrutando del día de fiesta: no tenían ningún motivo para llamar a sus familias, ni estas tenían manera de contactar con ellos. Muchos otros se habían quedado atascados en las retenciones, que eran una cosa monumental, un auténtico caos: la autopista quedó cortada en los dos sentidos y algunos dejaban los coches y se acercaban andando al lugar del accidente, con la cara desencajada. Estaban atrapados en la autopista y no podían acceder a un teléfono para decir en casa que estaban bien, que se habían librado aunque fuese por poco. Lo único que tenían a mano era mi Ericsson, y yo veía reflejada en ellos a mi propia familia, que también había acabado allí.

El accidente fue dramático. Recuerdo que una pareja me pidió que les hiciese una foto delante de su coche, porque habían vuelto a nacer. Pero, psicológicamente, también fue la hostia. Generó una angustia tremenda en toda Bizkaia: la gente no sabía nada de sus parientes, que podían estar haciendo compras en Baiona o carbonizados dentro de un coche. A lo largo del día se hicieron miles de llamadas a los hospitales y a los servicios de emergencias, algunas líneas se colapsaron, y también hubo personas desesperadas que se presentaban en la sede de la DYA. Todo el mundo estaba pendiente de las noticias, con el corazón en un puño, por si daban la lista completa de los fallecidos.

En la actualidad, con los móviles, muchas veces podemos conseguir una tranquilidad casi instantánea. No siempre, claro: ahora lo que pasa es que estás en un accidente y suena el móvil del muerto. Ese es uno de los peores sonidos del mundo, te pone de los nervios, porque sabes que al otro lado hay alguien que no sabe lo que ha pasado y que a lo mejor ya nunca levanta cabeza cuando se entere. Hace treinta años nadie tenía respuesta, porque no había manera de llamar. Aquella noche del 6 de diciembre de 1991, hubo casas donde se lloró por la tragedia de algún ser querido, pero también hubo otras donde las lágrimas fueron de alivio por el reencuentro, cuando por fin volvieron los que habían pasado el día fuera.

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