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El Obispado de Bilbao ha hecho público un extenso informe encargado a la UPV/EHU en el que se recogen los testimonios de ocho víctimas que sufrieron abusos sexuales en la Casa de la Misericordia entre 1961 y 1978. El supuesto autor de aquellos hechos ... fue el fallecido José Luis Perdigo, sacerdote y exdirector de esta institución, que daba alojamiento a niños desfavorecidos. A él se le considera responsable de un número indeterminado de agresiones sufridas por los menores de aquel centro. Los afectados sostienen que «decenas» de pequeños padecieron los tocamientos de este pederasta.
Los relatos recogidos en el documento son duros. En uno de ellos, una víctima recuerda cómo cambió su vida cuando Perdigo apareció en el centro. «Cuando llegó en principio era muy amable. Nos ofrecía ayuda, nos daba caramelos y nos engatusó a todos. (Después) empezó por venir a las duchas, a ver cuál le gustaba más. Como era tan amable, un día fui a hablar con él sobre lo que me hacían los mayores. ¿Sabes lo que me dijo? 'Bájate los pantalones'. Y me violó», relata una de las víctimas.
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Esta persona añade ahora que a consecuencia de aquella agresión sexual «los penes me daban asco. No podía verlos debido a lo que el cabrón ese me hacía y los mayores que me obligaban a masturbarles cuando era pequeño. Uno de mis compañeros se suicidó cuando todavía estaba en la Casa. Es algo que todavía a día de hoy no puedo olvidar. ¿Cuánto tendría que estar sufriendo para querer terminar así su vida? Lo que él nos hacía era el mismísimo infierno».
Coinciden los damnificados en que este «depredador» prefería a los niños de entre «10 y 13 años», en especial si eran huérfanos, ya que apenas recibían visitas de familiares. También comparten que prácticamente cada noche «este individuo aparecía con una linterna, ante la impasibilidad del docente responsable de cuidarnos durante la noche, e iba por las camas para ver si dormíamos con el calzoncillo por debajo del pijama y manoseaba nuestras partes íntimas». Esta práctica se volvió tan habitual en el exdirector que no era ningún secreto entre los chavales. «Entre los niños hablábamos de lo que sucedía y de lo que nos hacía. Si llorábamos o si no queríamos nos pegaba. Nos avisábamos los unos a los otros cuando venía (por la noche) y nos dormíamos de culo para que al menos sólo nos tocase allí».
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Las víctimas, ahora ya adultos con edades que oscilan entre los 55 y los 75 años, no tienen duda de que varias personas más de la Casa de la Misericordia eran conocedoras de los abusos que el entonces director estaba cometiendo. Alguno de los pequeños incluso se lo dijeron a otros sacerdotes y fueron ignorados. «Un día se lo conté a un cura cuando fui a confesarme. ¿Sabes qué hizo? Me mandó rezar. Entre nosotros hablábamos mientras los sacerdotes se callaban», relata.
A sus favoritos este agresor sexual se los llevaba a sus dependencias personales o, incluso según recoge el informe, llegó a dormir con alguno de ellos. «Me acuerdo un día que estaba jugando con el resto de los chicos que me llamaron para entrar en su despacho. Todos los que estaban en el campo me miraron, sabían para qué me llamaban y yo también lo sabía», recuerda uno de los afectados. Otro de ellos nunca conseguirá quitarse el sentimiento de culpa por lo que vivió su hermano pequeño. «Con él fue peor. Llegó a llevarlo a su piso dentro del colegio y a dormir con él. Lo más doloroso es que yo lo sabía y no podía hacer nada, pues podía ser expulsado del internado y mi madre no tenía casa ni medios para alimentarnos».
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Alba Cárcamo
Precisamente la culpa, la vergüenza, el sufrimiento y la impotencia han acompañado a estas víctimas durante su vida. Unos sentimientos que «se agravan en el tiempo y repercuten en el día a día» de estas personas, según se recoge en el trabajo de la UPV elaborado por la criminóloga Jone Valdueza y dirigido por Gema Varona, presidenta de la Sociedad Vasca de Victimología y miembro de la comisión del Defensor del Pueblo que aborda la pederastia clerical.
Los afectados han tenido que aprender a convivir como han podido con lo que les sucedió, unos hechos que les han marcado a nivel personal, familiar, social, profesional o, incluso, sexual, durante el resto de su vida. Según recalcan, no todos pudieron hacerlo. Algunos compañeros, insisten, se suicidaron. Otros reconocen que tiene lagunas sobre lo que les sucedió y también hay quienes han optado por ocultarlo. «La única esperanza que tienes es olvidar, porque quiero pensar que el pasado no existe. Pero no se olvida, nunca se olvida del todo», cuenta otro damnificado.
Estos obstáculos para hablar de lo que les sucedió, así como para dar con personas que estuvieron internadas en la Casa de la Misericordia durante los años 60 y 70, no han permitido que el informe sea tan amplio como era voluntad de las autoras. Valdueza reconoce que «lamentablemente, en una gran cantidad de casos, las víctimas no hablan de lo sucedido, esforzándose en intentar olvidar o hasta llegando a negar lo ocurrido como medida de evitación». Todo ello «dificulta enormemente que se pueda llegar a estimar cuántas personas han sufrido dichos abusos en realidad».
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