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La anciana sonríe escuchando a su bisnieta hablar excitada con su madre y su abuela sobre la gran jornada que reivindica el derecho a la igualdad de oportunidades, trabajo y salarios, así como al del propio cuerpo, y en contra de la impunidad de maltratadores, violadores y asesinos de mujeres, y lamenta que sus noventa y cinco años y la artrosis la impidan acompañarlas a la gran manifestación prevista para dentro de un par de horas.
Sin perder la sonrisa, deja por unos instantes de escuchar la conversación. Casi cien años son muchos, quizás demasiados, aunque no puede quejarse; la vida ha sido más generosa con ella que con otras mujeres gracias a sus padres y a su marido. Su abuela, viuda con seis hijos y expulsada por sus hermanos del caserío familiar, tuvo que trasladarse a la ciudad y trabajar de lavandera, planchadora, portera, a fin de sacar a sus hijos e hijas adelante, y los sacó. La recuerda siempre de negro, enjuta, poco dada a las carantoñas, pero vigilante en todo momento, aunque costaba imaginarla, tan aparentemente frágil, trabajando de sol a sol para que no faltara el pan en su mesa. Su madre y las tías sirvieron en casas pudientes hasta que se casaron o ahorraron lo suficiente para instalarse, como su madre, que montó una mercería y un taller de costura. La sonrisa deja paso a una risita casi inaudible al pensar en la mujer que sabía de letras y números lo justo para llevar su pequeño negocio y a quien no le gustaba nada que ella leyera a escondidas novelas de amor, una pérdida de tiempo decía cuando la pillaba. Tampoco le agradaba demasiado el empeño de su marido para hacer de ella una buena nadadora, pues la gente hablaba mal de las mozas que compartían su tiempo con jóvenes en taparrabos, aunque esto no fuera cierto, ya que hombres y mujeres tenían horarios distintos en la piscina. Y todavía recuerda cuando se permitió votar a las mujeres, y ella la acompañó orgullosa a depositar el voto en la urna. La guerra interrumpió una existencia sin sobresaltos, y los días de deporte, juegos y tertulias dejaron paso a otros de desasosiego y hambre. La vio ahorrar céntimo a céntimo, esperar durante horas para conseguir algo con que llenar el puchero, coser sin descanso, lavar la ropa en el agua helada y acarrear sacos de carbón para encender la chapa, cuando lo había. Poco a poco volvió la calma, pero ya no pudo votar de nuevo, ni ella tampoco; la primera vez que lo hizo era ya abuela de la madre de su bisnieta.
La joven continúa embalada hablando de lo injusto de la situación y de la necesidad de expresar el descontento, de que las cosas cambien, de que las leyes también. La observa con atención, es decidida, buena estudiante con excelentes calificaciones en la carrera de Derecho. Espera que pueda ejercer su profesión sin trabas, quizás llegue incluso a ser magistrada en un tribunal, algo prohibido a las mujeres hasta hace tan solo cincuenta años. A ella también le habría gustado estudiar en una Universidad, pero no pudo ser, si bien se apuntó a unas clases de pintura. Le gusta verla tan resuelta y segura de sí misma, aunque esos pantalones rotos y los cuatro pendientes que lleva en una oreja... En su juventud, e incluso siendo adulta, ella estuvo obligada a vestir manga larga, faldas holgadas «para no incitar a los hombres», y, por supuesto, nada de pantalones, vestidos cortos o transparentes, ni escotes. Tampoco podía ir sola al cine, ni entrar en un bar si no era acompañada por un familiar, luego por su marido. Tuvo un buen compañero, un hombre leal que la hizo feliz, pero su nueva condición de casada la obligó por ley a dejar el trabajo en la fábrica ya que él ganaba lo suficiente para mantenerla. Tampoco podía sacar dinero del banco o tener una cuenta propia sin su autorización, invertir los ahorros y la pequeña herencia heredada de su padre, ni pedir el pasaporte, «licencia marital» la llamaban; el Código Civil estipulaba que el marido debía proteger a la mujer, y esta obedecerle.
Presta de nuevo atención a lo que dice la joven; ha quedado con un grupo de amigas y amigos, en especial con uno con el que desaparece de vez en cuando. ¡Cómo han cambiado las cosas! Recuerda a la hija de una vecina, condenada junto a su pareja a pagar una multa y a meses de cárcel por lo que llamaban «amancebamiento», y a una amiga condenada igualmente; estaba separada, pero al no existir el divorcio el marido la denunció por adulterio. ¡Y contenta! El Código Penal contemplaba el derecho del marido a matar a su mujer adúltera. Ahora, medita, ya no existe tal derecho, pero no pasa un día sin que aparezcan noticias acerca de asesinatos, abusos y maltratos a mujeres. Antes no había tantos, se dice, pero lo piensa mejor: antes se ocultaban, no se denunciaban, no merecían atención; eso también está cambiando.
Su hija, nieta y bisnieta se despiden; no quieren llegar tarde a la manifestación, ella la verá en la tele y coreará para sí sus lemas: 'Sin nosotras, el mundo se para', 'No es no', 'Mi abuela luchó, mi madre luchó, y aquí estoy ahora luchando yo'.
–Y también lucharon vuestras bisabuelas, y las abuelas de vuestras abuelas, y generaciones enteras de mujeres, no lo olvidéis, dice en voz alta antes de encender el aparato.
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