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Emir Sulejmanovic nació en un bosque. Vino al mundo en un infierno en la tierra, rodeado de caos y muerte, bañado en sangre y lágrimas, ... pero fue más fuerte que la guerra y sus señores. El nuevo jugador del Bilbao Basket tiene una historia personal y familiar que estremece y anima a partes iguales, un asombroso relato de supervivencia y de superación escrito a finales del siglo XX en pleno corazón de Europa. Un corazón que soportó una hemorragia trágica, que dejó miles de muertos y mutilados y que costó taponar. La cicatriz sigue ahí, profunda y fea, un recuerdo de los tiempos oscuros en los que la luz encontró a Emir. Nació en medio de ninguna parte, bajo una roca y tapado por los árboles, testigos mudos de un drama y de la lucha de una madre por salvar a sus hijos. «No había médicos, no había material, no había nada», comenta este gigantón de 2,05, todavía incapaz de explicar cómo salió adelante. «Es un milagro que esté vivo», dice sonriente y se encoge de hombros, unos hombros que en su día fueron de bebé y soportaron todo el peso del mundo aquel 13 de julio de 1995.
Sulejmanovic nació solo dos días después de que comenzara el genocidio de Srebrenica. En poco más de una semana, las tropas serbobosnias ejecutaron a 8.372 varones musulmanes, mientras que más de 20.000 personas fueron forzadas a abandonar sus hogares. La madre de Emir, Vahdeta, a punto de dar a luz, huyó de la matanza con su hijo Semir y varios miembros de su familia. La partida de nacimiento del nuevo hombre de negro está redactada y sellada en Luka, un pequeño pueblo próximo a Srebrenica, pero el bosque fue su cuna y el cielo su manta. «No sé porque estoy vivo, supongo que es cuestión de suerte. Un milagro. No sabría explicarlo de otra manera», relata en Miribilla, su nuevo hogar, donde regresa a un pasado que enturbia su mirada. Habla en bosnio, pero también puede hacerlo en finlandés, esloveno, español e inglés. La guerra enseña muchas cosas, entre ellas idiomas.
El exterminio fraternal llegaba poco a poco a su fin -las armas comenzaron a callar con el acuerdo de Dayton (EE UU) firmado en noviembre de 1995- y la familia Sulejmanovic se había desplazado primero a Zepa y luego a Kladanj. «Allí estuvimos bien porque era una zona libre y no había bombardeos», prosigue Emir. Habla por la boca de sus padres porque su historia fue contada, no vivida. Pero la familia seguía desmembrada, rota. Faltaba el padre, Nedzad, quien se separó de ellos tiempo atrás. Durante el pogromo, quiso atravesar el bosque y huir junto a un grupo de personas, pero le capturaron. «Fue por el corredor de la salvación -así se llamaba- y acabó en un campo de concentración. No conozco los detalles, me imagino que resultó terrible para él», comenta su hijo menor con ganas de reconducir el rumbo de la conversación. Precisa que estuvo encerrado «casi un año» al otro lado del río Drina y finalmente le sacó de allí la Cruz Roja. Nedzad quería ir a Alemania, donde tenía un hermano, pero el país rechazó recibir más refugiados. Finlandia salió al rescate y el prisionero se convirtió en hombre libre en el norte.
Mientras avanzaban con sus vidas, complicadas y quebradas, no sabían nada los unos de los otros, hasta que consiguieron reunirse en la pequeña ciudad finlandesa de Jyväskylä y luego dieron el salto a Turku. Todos juntos, por fin, tras muchos meses de terror y miedo por sus vidas. El pequeño Emir y su hermano mayor Semir fueron más fuertes que el hambre, las balas y la barbarie. Sobrevivieron a una de las guerras más cruentas y salvajes del pasado siglo, que dejó una huella inolvidable de más de 100.000 muertos, miles de mutilados y aproximadamente un millón de desplazados. Y ocurrió aquí al lado, a menos de tres horas de avión. «Estoy agradecido a Dios por estar donde estoy, por llegar hasta donde he llegado. Nacer en un bosque y hacer esta carrera es algo grande. Tengo que seguir. Nunca hay que olvidar de dónde eres. Yo sé de dónde soy y sé cómo puede ser la vida, lo que significa estar entre la vida y la muerte. Al final todo ha salido bien. No me quejo», acompaña el mensaje con una sonrisa sincera.
mensaje de optimismo
Desde que nació en aquel bosque de Luka y el viaje a Finlandia transcurrieron 13 meses. Una eternidad que la familia llevó como pudo y soportó los horrores de la guerra. Cada uno a su manera, con la única preocupación de ver el amanecer al día siguiente. «No tuve la oportunidad de crecer como una persona normal, en mi país. Mucha gente se fue en busca de un lugar mejor y acabar con el sufrimiento; aún así, se sufre». Nadie puede borrar lo que pasó, olvidar los episodios oscuros, pero Sulejmanovic sonríe a la vida. «Quiero construir un relato positivo, que los niños vean que se puede y que no hay nada imposible. Si yo he podido, ellos también», lanza un mensaje de esperanza con el que pretende motivar a chavales en situaciones difíciles. Está orgulloso de haber salido adelante y encontrado una tabla de salvación en el baloncesto. «He dejado de lado muchas cosas. No salía porque solo pensaba en la escuela y en el basket. Ahora soy feliz, hago lo que me gusta y no me arrepiento de haber renunciado a mi tiempo libre para jugar».
Los Sulejmanovic por fin habían ordenado más o menos su vida en Finlandia, su país de adopción, que les dio un pasaporte y una dirección, y parecía que las desgracias y los malos tiempos eran cosa del pasado. Entonces la vida volvió a golpear con dureza a la familia. «Mi madre murió cuando yo tenía cinco años», rememora Emir, quien apenas conserva recuerdos de ella. «Hay muchos agujeros en mi memoria. Me gustaría recordar más. No sé si eso sería bueno o malo, no lo sé, pero ella es el motivo por el que estoy aquí». Una noche empezó a sentirse mal, con el dolor en el pecho, y la llevaron al hospital. «Los médicos tardaron en verla. Era un infarto, se le había obstruido la aorta, también me hablaban de una embolia pulmonar... Le dieron tarde la inyección», relata. La perdió siendo un niño, a la mujer que le parió en un bosque perdido de Bosnia y que le sacó adelante con lo poco que tenía. Desde entonces, refugiado en su padre y en su hermano, que sigue en Finlandia, lucha por honrar la memoria de Vahdeta. «Lo que hago lo hago por ella y por mi familia. Ya sé que no está, pero quiero que se sienta orgullosa de mí. Mi madre es mi motivación. Cuando estaba a punto de dejarlo todo no lo hice por ella. Pensaba en mi mamá y seguía».
Sulejmanovic tiene ahora 24 años y todos los veranos regresa a Bosnia. Allí desconecta y se entrega a sus emociones, a la llamada de la sangre. Incluso visitó el lugar exacto de su nacimiento, bajo aquella piedra y en medio de la guerra. La gente moría y él se agarró a la vida. «No puedo describir lo que siento cuando estoy allí. Veo todo aquello y la cabeza me da vueltas. No es fácil», reconoce. Tiene familia cerca de Sarajevo, en Breza, y le encanta perderse en sus brazos y en sus historias. Le ayudan a completar el mosaico de su vida, en el que hace tiempo han encajado casi todas las piezas. Él les habla de su niñez y de su adolescencia en Finlandia, de cómo compaginaba el fútbol y el baloncesto y coqueteaba con el kárate. «Jugué al fútbol ocho años y era bueno hasta que llegó el fuera de juego (ríe). Lo dejé cuando empezaron a retirarme del ataque y retrasar mi posición. No me interesaba». Entonces se colgó de los aros y sigue ahí arriba. Tanto es así que se lesionó la mano izquierda en un mate con el Breogán. Espera estar listo en unas pocas semanas. «Me llamaron a la Sub'16 finlandesa y luego se precipitó todo. Me fui a Eslovenia, España, Croacia. Mi padre va conmigo -en unos días estará en Bilbao-. Está jubilado y ve todos los partidos, disfruta de la vida», se enorgullece.
El día que perdió a su madre
Emir sigue su camino y solo mira atrás para recordar. «No hay que olvidar lo que pasó. Yo no lo haré», dice en referencia al genocidio de Srebrenica y la guerra que desangró Bosnia. Pero lejos de abrazar el excluyente discurso nacionalista, aún presente y poderoso en aquellas tierras, aboga por la «convivencia y el respeto. No podemos vivir en el odio, perjudica a los niños. Todos ellos deben tener una oportunidad sin importar quiénes son y de dónde vienen. Si no, no habrá futuro para ellos. Me gustaría ir a escuelas y hablarles de que pueden conseguir lo que quieran, lo que se propongan. Si yo lo he hecho -insiste-, ellos también».
Sulejmanovic jura que es «feliz» y que pelea por sus sueños. Lo hace por él, por su familia, por su madre. «Ella me guía», remarca. La ausente Vahdeta, siempre presente. Todos los días ve a inmigrantes cruzar fronteras, por tierra y mar, y la cabeza hace asociaciones. «Es difícil. La gente va buscando una mejor vida, como lo hicimos nosotros en la guerra, pero ahora hay más cosas. No quiero hablar de política, la quiero lejos de mí». Ella es lo que le hizo nacer en un bosque.
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