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Escribíamos la última semana sobre la diferencia entre un buen equipo y un gran equipo, y el Athletic se propuso por lo visto ilustrar la idea, demostrar que está en el camino de ser grande y se comió a un Atlético de Madrid famoso por ... ser la versión futbolística de un hueso duro de roer. Le metió dos goles, se permitió desaprovechar un penalti, pegó dos palos y tuvo, no exagero, al menos otras cuatro o cinco ocasiones de gol si contamos tan solo la primera media hora de partido. Los colchoneros confiaban en que el ritmo del Athletic disminuiría a medida que avanzara el partido, así podrían traducirse los gestos de Simeone indicando a sus jugadores que en algún momento aflojaría esa presión descomunal, cesarían las oleadas de ataque, y sin embargo no sucedió. El Athletic mantuvo la intensidad, el ritmo, el juego, las aproximaciones siempre con peligro, la potencia y la calidad, las anticipaciones en cada duelo. Fue uno de esos partidos inolvidables, dignos del aniversario. Fue como si los futbolistas se hubieran conjurado para enaltecer al club y su historia, a sus glorias reunidas ante la estatua del jugador que sin duda representa la esencia del club, José Ángel Iribar, ante el que posó, entre otros, Uribe, el autor de dos goles en el partido de la nieve con el Manchester United, titular en el de los once aldeanos que ganaron la Copa al Madrid de Di Stéfano. El Athletic de ahora dio un recital formidable ante el Atlético de Madrid, como si se hubieran propuesto demostrar que la historia no para a los componentes del partido posterior de viejas glorias, como si hubieran decidido que el homenaje a Aduriz no podía quedar deslucido.
Fue uno de los mejores partidos de la temporada y de muchas temporadas, una lección de entrega, clase, imaginación, empuje, la síntesis de las esencias de un equipo legendario. Llegó el descanso y pareció incomprensible que fuera con un injusto empate a cero y quien más quien menos temió que con el cansancio comprensible llegaran las réplicas del Atlético de Madrid, pero el Atlético de Madrid no existió a lo largo de los noventa y seis minutos porque el Athletic lo arrinconó, le tomó como un modesto sparring al que pudo meter no dos sino cuatro o cinco goles, no le soltó de la solapa durante todo el partido.
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Al juego deslumbrante de los Williams y Sancet se sumó de nuevo Guruzeta, con su octavo gol. Y Nico culminó un partido formidable, marcó uno de esos goles que podrían llevar a una depresión profunda a sus marcadores porque no solo les puede salir por un lado o por el otro, sino que cuando sale hacia el interior del área puede encontrar el palo largo con la derecha o con la zurda, como sucedió ante el Atlético de Madrid. Un futbolista único, que nos da un poco de miedo cuando suelta partidos tan extraordinarios porque no hay cláusula de rescisión que contenga la apetencia de los clubes multimillonarios. El mejor antídoto es el entusiasmo de una afición entregada, el afán de convertirse en una figura histórica de un equipo que es un caso único en el fútbol mundial.
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