De un tiempo a esta parte, el Athletic se está especializando en partidos raros, de esos que solo se ven de ciento en viento o que, directamente nunca se han visto ni se volverán a ver. Una vez es fallar tres penaltis, otra pasarse ochenta ... minutos sin rematar a un rival en inferioridad… Ayer tocó desperdiciar ocasiones de gol. Pero desperdiciarlas por un tubo. Trece ocasiones, algunas de empujar, se fueron por el desagüe ante un San Mamés cada vez más incrédulo y desesperado que no daba crédito a lo que estaba viendo con sus propios ojos.
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De cien veces que se juegue este partido, en noventa y nueve acaba en goleada rojiblanca y en la restante en triunfo por la mínima. Cómo se entiende entonces que anoche acabara en empate contradiciendo a la lógica más elemental y a la estadística más rudimentaria. Pues habrá que echar mano de lo esotérico porque en lo racional no se encuentra una explicación.
Al paso que lleva, el Athletic se va a convertir en un especialista en convertir lo excepcional en cotidiano. Parecía imposible que volviéramos a ser testigos de un prodigio como el de los tres penaltis fallados. Bueno, pues ya tenemos el asombroso caso de las trece ocasiones marradas. Recordaremos durante mucho tiempo este partido que acabó en empate y que incluso pudo acabar en derrota, porque este equipo, si se lo propone, es capaz de eso y más. Menos mal que Julen Agirrezabala hizo la parada de la noche.
Solo con las oportunidades que falló Sancet daría para ganar tres partidos. Con todas las que se fueron al limbo alcanzaría como para encarrilar muy bien una clasificación europea. Las hubo de todos los colores, encima casi siempre como culminación de grandes jugadas individuales o colectivas. Fueron ocasiones de esas que ves venir desde mucho antes de que se produzcan, esas que el público sigue con la mirada y acompaña con el cuerpo levantándose poco a poco del asiento a medida que transcurre la jugada, relamiéndose por adelantado a falta solo del salto final de la celebración.
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Hasta en doce ocasiones San Mamés vivió esa suerte de levitación colectiva previa al gol y una detrás de otro, la alegría se tornó en lamento. Solo Berenguer tuvo la clarividencia suficiente para cabecear el balón lejos del alcance de Rui Silva. Porque a pesar de que el portero repelió con su cuerpo lo que no devolvieron los postes, cuesta trabajo calificar su trabajo como excepcional. Paradas, lo que se dice paradas, apenas hubo y si hubo alguna fue la ya comentada de Julen. Ya se encargaron los delanteros rojiblancos de disparar al muñeco, como si Rui Silva fuera un pim pam pum. Si es por puntería hubieran arruinado al propietario de cualquier barraca de tiro al blanco. ¡Qué capacidad para darle siempre al muñeco! y, en su defecto, al palo.
Poco o nada se les puede reprochar anoche a los rojiblancos. Quizá que lo que al principio pudo considerarse una gracieta, cuatro oportunidades falladas en los primeros veinte minutos, a razón de una cada cinco minutos, como siguiendo la pauta de un metrónomo invisible, acabó convirtiéndose en una broma de mal gusto. Mucho más cuando el Betis marcó en su primer remate a puerta a los seis minutos de la segunda parte. Estas cosas suelen ocurrir, y más si está por medio el Athletic, con sus proverbiales desconexiones en los arranques de los segundos tiempos, y su contrastado empeño en dilapidar puntos haciendo cosas raras.
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Los de Valverde lo hicieron casi todo bien, pero ese casi que les faltó para redondear su actuación es la parte sustancial del espectáculo. Jugaron con velocidad, sometieron al rival, brillaron los hermanos Williams, funcionó el centro del campo, el balón circuló con fluidez y hasta Djaló, que se enfrentaba a un examen importante de credibilidad, hizo cosas interesantes sobre todo en el inicio, quizá porque se le vio menos estresado que en otros partidos. Pero todos menos Berenguer fallaron en la suerte capital. Esto va de meter goles y anoche solo consiguieron uno por esas cosas inexplicables que a veces tiene el fútbol.
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