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Un abogado entusiasta

Peru Peláez Txortaketa es de Bilbao, cuarentón, soltero sin compromiso y un vivalavirgen

Viernes, 2 de abril 2021, 02:08

Peru Peláez Txortaketa es de Bilbao, cuarentón, soltero sin compromiso y un vivalavirgen. Arquetipo de bilbaíno rayano en la caricatura, Peru Peláez (así lo llaman, con el nombre y el apellido, sus colegas y todo dios) aúna ser humorista de la exageración, generoso, chulo, ... voceras, manirroto, buen levantador de vidrio, fantasma y estar encantado de haberse conocido. Ejerce la abogacía, en inestable bufete unipersonal, con una ética acomodaticia y un subjetivo encaje de la legalidad; toca todas las ramas del Derecho y todos los bolsillos que puede.

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El castizo letrado mantiene una encendida pasión por su equipo, que es, por supuesto, el Athletic. El inquebrantable amor por el Club le viene de generaciones y se remonta al bisabuelo Aguacero Peláez, proletario sin posibles que empeñaba hasta el colchón para seguir al equipo a Madrid o al averno, si hubiese sido necesario para verlo jugar. Parece ser (según se contaba en régimen interno familiar) que lo que un forense diagnosticó con prisa, porque iba a llegar tarde al campo (no el de margaritas), como deceso de Aguacero por congestión cerebral, fue causado por su mujer, la bisabuela Farabunda, mediante formidable sartenazo con la grande de hierro, harta ya de tanto dispendio «por el dichoso balompié de los cojones». Mejor muerte tuvo el abuelo Sísmico: le falló la patata en La Catedral mientras celebraba a voz en cuello, como si la vida le fuera en el grito (le fue), un imparable gol de Rojo I. Aita Porfirio y ama Miren Matxitxako, los padres de Peru, disfrutan del Athletic sin más disgustos que los que dan los resultados adversos.

Sin embargo, Peru Peláez ha practicado su devoción por el Athletic de un modo peculiar. A diferencia de sus padres y ancestros, apenas iba a San Mamés ni a ningún otro campo antes de la pandemia, y no le gusta ver partidos por televisión. Cuando los leones jugaban en casa, lo que le agradaba era disfrutar del ambiente previo y posterior al partido en los bares próximos a San Mamés. Y mientras duraba el juego, se iba al cine o a su establecimiento favorito de servicios venéreos. Este absentismo hacia los encuentros no ha mermado un ápice el alcance de su frenesí rojiblanco. A un madrileño que se refirió al Athletic con faltona displicencia como «el Bilbao», le vació el gin-tonic en la cocorota.

Pero ahora se trata de un caso especial. A Peru Peláez nadie le dice a dónde no puede desplazarse o a qué evento le está vedado acudir, por mucho contagio que haya. Las medidas restrictivas y de precaución no se han hecho para él. Cuando supo, y le tocó las pelotas, que a la final pendiente entre el Athletic y la Real, que iba a jugarse en el estadio de La Cartuja, los únicos que podían acudir eran los de la ciudad, los sevillanos, ya había decidido ir como fuera y hacerse pasar por residente empadronado en Sevilla. Pero su afán por superar retos difíciles se incentivó al enterarse, el 18 de marzo, de que finalmente el partido se iba a jugar sin público alguno. El leguleyo, además de ser un arribista, es un entusiasta de sus ocurrencias y de llevar a la práctica las decisiones aparejadas, aun las más excéntricas. El sábado 3 de abril, cuando a las 21.30 salgan al césped de La Cartuja de Sevilla las alineaciones del Athletic de Bilbao y de la Real Sociedad para jugar la Final de la Copa del Rey, allí va a estar, sentado con toda comodidad y como un señor, lo que cree que es, Peru Peláez.

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No había tiempo que perder. Primero, el arrojado jurista resolvió lo más sencillo. Kutxita, su abnegada secretaria, curada de todo espanto o chaladura que provenga de su jefe, le cogió vuelo de ida a Sevilla para el viernes día 2, y de vuelta, el domingo 4 (nada baratos); y habitación para dos noches en el hotel Naranjito Wellington, de cuatro estrellas (nada caro). El siguiente paso era disponer de un salvoconducto aceptable para poder salir de Euskadi y entrar en Andalucía. Se lo apañó Glúteos, su falsificador de confianza, a quien Peru Peláez libró en su día del trullo, con una hábil defensa numantina, cuando fue acusado de ser el autor de unas pinturas, con pretensiones de antigüedad rupestre, en las cuevas de Canto Rodante. Con las directrices del letrado, Glúteos le preparó un documento de cuya autenticidad no dudaría ni el Mosad. Iba firmado y sellado por la inexistente magistrada hispalense Luisa Fernanda Guadalete Tampón, presidenta de Jueces para la Plutocracia. El papelote certificaba que Peru Peláez estaba invitado, como ponente, a un congreso a puerta cerrada de dos días, que iba a celebrarse en el Ilustre Colegio de Abogados. El encuentro tenía por objeto analizar nuevas aportaciones a un inmarcesible y acrisolado principio del Derecho Civil: el deudor de mi deudor es deudor mío.

Quedaba lo más difícil: ¿cómo entrar en el campo de fútbol? Peru Peláez barajó posibilidades que reconoció que no estaban a su alcance y las fue descartando. La primera en ser eliminada fue que lo metieran en el restringido palco los de la directiva del Athletic. Había un pequeño problema para ello, que no lo podían ni ver. No les gustó nada que hace un par de años llevara contra el Club la acusación particular del espinoso caso que fue conocido como «el dosier Alcorcón»; incluso estuvieron a punto de quitarle el carnet de socio. Aita Porfirio sí tenía buena relación con la directiva, pero el padre no se hablaba con el hijo desde que este lo metió en aquella inversión tan rentable y segura, que resultó ser una estafa piramidal, y en la que el único que vio dinero fue Peru Peláez en concepto de comisión. Por tanto, también camino impracticable: a tachar. Con los homólogos de la Real, ni se lo planteó. El lehendakari no iba a ir, ni el alcalde de la Villa; nada que hacer por ahí. Respecto al Rey, que además no había confirmado su presencia, no se le ocurrió lo más mínimo. Entrar con el equipo de televisión de Telecisco podía ser factible, o suplantar a un fotógrafo de prensa, o a un policía, pero pensó que tras la añagaza inicial lo iban a descubrir. Miró una y otra vez fotografías del estadio de La Cartuja en busca de la luz de una buena idea. No fueron las imágenes, o no solo esas, las que se la dieron. El alumbramiento fue por la foto que tenía enmarcada de aquellas tórridas vacaciones en la República Dominicana. Se veía a Peru Peláez, adosado a una sonriente mulata de físico prodigioso, en una playa paradisiaca. La arena de la playa le dio la feliz asociación de ideas. Ya sabía cómo iba a ver el partido sin que nadie reparara en su presencia.

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Presente en La Cartuja

El día se le había hecho eterno y todavía faltaban dos horas para que comenzara el encuentro. Estaba allí escondido, tras una valla de separación entre filas de gradas, desde antes del amanecer, cuando el ultraligero eléctrico y silencioso, de aterrizaje y despegue vertical, guiado por control remoto y para un único pasajero, lo había dejado en el centro del terreno de juego. El alquiler del sofisticado aparato le había salido por una pasta gansa, que se vio muy incrementada por el extra para convencer a la dueña de que realizase ese vuelo ilegal (bastantes horas de la larga espera las ha entretenido pensando a qué clientes podrá sacar la guita para compensar el ojo de la cara que le cuesta esta aventura). Esa había sido la parte misión imposible y la más complicada. Lo que restaba por hacer para ver la final, le pareció a Peru Peláez pan comido.

A las ocho y media, una hora antes del comienzo, sacó de la mochila el atuendo integral de camuflaje y se lo puso. Constaba de un mono, guantes y un pasamontañas con escuetos orificios para ojos y boca. Se lo había cosido a medida Tito Cortapisa, su sastre (previo pago de facturas pendientes). El conjunto era de color marrón muy claro, casi beis, parecido al de la fina arena de aquella playa dominicana y exactamente igual al de los asientos del estadio. Una vez mimetizado, se sentó en una silla cualquiera y permaneció inmóvil. Poco después, se encendió la potente iluminación del campo. Peru Peláez contuvo la respiración y se petrificó. Pasaron los minutos y nada sucedió; su artimaña funcionaba: había logrado la invisibilidad.

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Empezó a sentirse mal en el minuto doce del primer tiempo. La frente le ardía, le taladró la cabeza una migraña, comenzaron a dolerle las extremidades y se le revolvió el estómago con anuncio de náuseas. Pensó que no podía ser verdad; a Peru Peláez, no: era imposible. Se puso peor por momentos.

La tarde anterior, sin nada que hacer en Sevilla, se había dado una vuelta por el barrio de Triana. Entró a una tasca a tomar unos finos y se quedó un buen rato porque cantaban flamenco. Se sentó a una mesa próxima al cantaor; demasiado cerca de su potente voz con profusión de perdigones. Pericote de Coria, aunque asintomático, portaba carga vírica para regalar, y eso hizo desde lo más jondo de su cante. A él lo había contagiado su mujer, y a esta, el amante. Peru Peláez se había quitado la mascarilla y esnifó y tragó todo lo que Pericote tuvo a bien enviarle. De todos modos, habría dado igual que la hubiera llevado puesta. El cantamañanas picapleitos usa mascarilla quirúrgica y no la cambia hasta que su aliento rico en nicotina y alquitranes la deja amarillenta.

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Peru Peláez hizo señas de socorro desde la grada. Nadie lo veía. Con dificultad, se quitó el pasamontañas y los guantes y se puso de pie, pero el mareo lo obligó a sentarse de nuevo. Tardaron en descubrirlo. No hizo falta hospitalizarlo más que esa noche, pero una semana después del partido (del que no se enteró ni del resultado) sigue en el hotel Naranjito Wellington confinado en cuarentena. Todavía no sabe de cuánto son las multas que le van a calzar por colarse en el campo y por el resto de variadas infracciones. En Bilbao se enteraron de sus hazañas y todavía se están riendo.

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