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Ayer fue el día de la indignación ciudadana y de las declaraciones de condena de los políticos y los dirigentes del fútbol. A ninguno de estos se le dejó de escuchar. Tampoco a los tertulianos de guardia, faltaría más. Todos sabemos cómo esta gente sale ... en tromba, con unos automatismos que parecen llevarlos en los genes y serían el sueño de cualquier entrenador, en este tipo de situaciones en las que el aplauso a sus palabras resulta instantáneo. Todavía hoy, cuando lean estas líneas, y mañana también, con el regreso del fútbol a San Mamés, los incidentes del jueves y la muerte de Inocencio Alonso nos seguirán golpeando. Imagino que se guardará un minuto de silencio en todos los campos y que la gente de bien sentirá de verdad lo sucedido e, íntimamente, mandará sus condolencias a la familia del ertzaina fallecido. Llegaremos de este modo al lunes y al martes, y luego al miércoles, el tiempo seguirá su curso inflexible, y mucho me temo, ojalá me equivoque, que ocurrirá lo de siempre: que esta tragedia no cambiará nada.
Mi pesimismo no sólo tiene que ver con que haya superado la barrera de los 48 años que Mark Twain establecía para considerar que, si uno era optimista, es que sabía muy poco. Es que no encuentro una sola razón convincente que me lleve a pensar que la UEFA y los clubes, en sintonía con los gobiernos de los distintos países europeos, vayan a cambiar algo tras la muerte de Inocencio Alonso para acabar con la violencia en el fútbol. No harán nada -o harán muy poco, quizá algún tipo de operación cosmética para salvar la cara en un momento de crisis- que haga posible que ninguna otra ciudad tenga que vivir una vergüenza, teñida luego además de tragedia, como la que ha vivido Bilbao estos días: miedo, tensión, un despliegue policial sin precedentes, colegios cerrados, hosteleros atemorizados, niños que no pueden acudir a sus entrenamientos, personas mayores que no se atreven a ir al partido...
¿Qué se ha hecho hasta ahora? Y no nos vayamos muy lejos. Pensemos en lo que nos viene sucediendo aquí durante esta última década en la que el Athletic ha podido jugar competiciones europeas en un buen número de ocasiones. Cada vez que ha venido a Bilbao una afición con su grupo de ultras - y ahora van a retornar los del Olympique- enseguida han aparecido los nuestros, nuestros violentos autóctonos, a muchos de los cuales es fácil imaginar con su particular síndrome de abstinencia por no poder seguir quemando cajeros, contenedores y autobuses como antaño. Siempre están ahí, puntuales, para acercar el fuego a la mecha y liarla.
Así ocurrió también el jueves. Y así estallaron unos incidentes que, objetivamente, tampoco fueron mucho más graves que los que se han vivido otras veces. La diferencia estuvo en que esta vez a un agente de los antidisturbios le dio un ataque al corazón, algo que podía haberle sucedido en cualquier otro dispositivo policial de mucha tensión o incluso haciendo deporte. Seamos sinceros: de no haber ocurrido esta desgracia, lo que pasó el jueves ya habría pasado de largo, como pasan las tormentas. La analogía no es baladí. La violencia no deja de ser vista como una inclemencia climatológica aparejada al fútbol. Así la perciben la UEFA, los gobiernos y los clubes, que no quieren remangarse y meterse en el barro para acabar con esta lacra.
No me gusta pensar mal, pero a veces no puedo dejar de hacerlo. En el Reino Unido necesitaron cientos de muertos en diferentes tragedias en estadios de fútbol (Ibrox, Valley Parade, Heysel o Hillsborough) para actuar y arreglar un problema que parecía irresoluble. En el resto de Europa no se ha sentido todavía esa necesidad. La UEFA no se atreve a expulsar de las competiciones a clubes cuyas hordas de ultras la montan allá donde van. Salvo honrosas excepciones, los clubes no se atreven a erradicar a sus violentos. Los gobiernos, por su parte, no se coordinan para que sus policías disfruten de un registro internacional de hinchas peligrosos, como los hay de otros delincuentes, y encima a muchos de ellos les bendicen dándoles pasaportes. ¿Y saben por qué? Porque el número de muertos y el tamaño de los destrozos todavía no es suficiente. En el fondo, les parece más costosa la solución que convivir con el problema en sus actuales dimensiones. Es así de triste.
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