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No sé la de veces que se me ha puesto la piel de gallina desde el pasado sábado. Pero no fue hasta ayer que noté por primera vez que se me humedecían los ojos. No fue por ver la gabarra y su enorme comitiva de ... embarcaciones, que me impresionó. Mucho. Llegué a pensar que era algo irreal, un ser mitológico –como decía un compañero– del que hablaban nuestros mayores. Fue por con quiénes la vi. Con mi familia. Con mis hijos. Con Iñigo y Alex.
Desde que el Athletic llegó a la final de Copa y empecé a sentir –como muchos– el pálpito de que esta vez sí, de que por fin íbamos a dejar de ser un equipo no ganador y el trofeo sería nuestro, una idea no paraba de darme vueltas en la cabeza. Quería ver la gabarra con mis hijos. Lo necesitaba. Para generar recuerdos que fueran míos. Pero también para ellos. Para que cuando yo ya no esté y piensen en mí, una de las imágenes que les venga a la memoria sea ese momento. El de la gabarra. Juntos. Felices. Unidos. Llamadme cursi. Quizá lo sea. Pero es que llevo un tiempo especialmente sensible. Zarpazos que te da la vida. Por eso era tan importante para mí vivir este momento con ellos dos. Con mis bichos. No me defraudó.
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Este jueves me desperté yo más nervioso que ellos. Se agolpaban los recuerdos. Las historias de mi abuelo sobre Zarra y Gainza. El primer partido que vi en el viejo San Mamés... Cuando al levantarles les pregunté qué día era, Alex, de 5 años, me devolvió una mirada pícara. Iñigo, de 7, era más consciente de lo que pasaba. «Aita, ya sabes, sale la gabarra», me respondió como si su padre –el que escribe– no se enterase de nada.
Como día especial que era les sacamos antes del cole. A las tres de la tarde les fui a buscar con Sarai, mi mujer. No fuimos los únicos. Muchos compañeros de curso hicieron lo mismo. Con varios de ellos bajamos hacia la ría. ¿Pero dónde ponernos? ¿Qué lugar sería mejor para ver el paso de esta procesión naval sin que hubiese una aglomeración excesiva? Saber que nos íbamos a juntar un millón de personas entre las dos márgenes impone a cualquiera.
Optamos por el tramo entre Olabeaga y Zorrozaurre. Bingo. Encontramos una zona con espacio suficiente tanto para ver el paso de los jugadores como para que los niños jugasen mientras llegaba la gabarra y la espera se les hiciera más amena. Les llevé un balón. Me han salido futboleros. Montaron una pachanga con sus amigos y, como no podía ser de otro modo, la pelota acabó en la ría. Cosas que pasan.
Sobre las seis de la tarde llegó el momento. Se acercaban las primeras embarcaciones. Instantes después eran decenas. Solo se veían diferentes naves ocupando todo el ancho de la ría. «¡Allí vienen!», gritaba la gente. Los cánticos de ánimo al equipo eran cada vez más altos mientras las banderas y bufandas rojiblancas ondeaban al viento. Iñigo y Alex llegaron corriendo desde donde estaban con sus amigos. Estaban nerviosos. El pequeño se había pasado los últimos minutos entretenido jugando con un bicho bola. Les cedimos el hueco en primera fila que tenazmente habían mantenido varios padres del grupo. «Aita, ¿en qué barco vienen Iñigo Lekue y Unai Simón?», preguntaba el mayor. «En el azul, Iñigo. Estate atento que seguro que les ves», contesté. «Yo lo que quiero ver es la Copa», añadía Alex.
Los pequeños no quitaban ojo de lo que pasaba delante de ellos Traineras, remolcadores, embarcaciones de recreo y, sobre todo, los jugadores de su Athletic. Con la boca abierta estaban los dos. No articulaban palabra. No lo hicieron hasta que perdieron de vista la gabarra.
– ¿Os ha gustado?
– «¡He visto a Iñaki y al de Bermeo!» gritaba Iñigo. ¿Y tú Alex?. El pequeño se lo piensa. «A Alex Berenguer. Es mi favorito», dice. No suena muy creíble, pero qué más da. Estaban felices. Sus padres, también. Ahora esperemos que el Athletic no nos haga esperar otros 40 años para vivir de nuevo un momento así.
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