No había lavadoras, casi nadie tenía coche y la televisión era un objeto de lujo, pero en la Avenida de Olárizu se guisaba en cazuelas de alta calidad, de porcelana, del mismo material que da nombre a las moradas que el jueves empezaron a convertirse en escombro. Han pasado más de 60 años desde que comenzaron a asentarse allí las 124 familias que convirtieron aquellos bloques de ladrillo rojizo en un barrio dentro de otro que es Adurza. En el sur, entre la dehesa y el bosque de Olárizu, los trigales, un río Errekatxiki aún sin embozar y las florecientes fábricas de Esmaltaciones San Ignacio y BH crecieron «muy felices» los 'niños de la campa' o 'los de las porce'. Cerca de un centenar de aquellos chavales, de sus padres y de sus hijos aceptaron la invitación de EL CORREO de jugar juntos por última vez antes de ver desaparecer para siempre los cimientos de los que fueron sus hogares. Fueron sus últimos juegos en el lugar donde crecieron.
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«Me va a dar mucha pena ver que ya no está la casa, pero así es la vida», lamenta Dolores Martín. Llegó desde un pueblito de Salamanca al barrio hace 65 años, recién casada, la pareja se deslomó para sacar adelante a siete hijos. «¡No había lavadora!», recuerda. «Nos hemos llevado siempre muy bien, la verdad». «No teníamos ni un real, pero nos ayudábamos unos a otros», presume Consuelo Blanco. Las dos vecinas llegan a la cita en sillas de ruedas, arropadas por sus hijos. Ahora residen en las torres de enfrente, las que se construyeron sobre el solar de la fábrica en la que tantos de ellos trabajaron gracias a un 'plan renove' que buscaba que, con ascensor y menos humedades, aquellas familias tuvieran una mejor calidad de vida. El realojo se hizo hace ya siete años, durante los que han visto desde la ventana cómo sus antiguas casas – «que estaban bien, algunas con muchas reformas»- eran objeto de saqueos y ocupaciones ilegales. Ver los estragos de tanto destrozo les ha hecho daño en el alma. «Al final ya no te importa que los tiren, porque ya no queríamos verlos así», dicen con nostalgia las hermanas Fernanda y Rosalía Atxa.
El grupo sólo se permite unos segundos para la rabia. Han quedado para verse, abrazarse, recordar con cariño a los que ya no están y que forjaron el barrio y reírse con las anécdotas de los años mozos, aquellos en los que «éramos un gran familia». La misma que en el verano alargaba las noches en la calle, improvisando cenas, cantes, bailes y partidas de cartas en la plazuela que tenían delante. «Si tuviese que quedar algo de recuerdo, dejaría un trozo de ese patio», dice Sera Muñoz, a quien acompaña su hija Alaitz, de 12 años, la más joven de quienes fueron los inquilinos genuinos de la Avenida de Olárizu.
JESÚS MARÍA OCIO, PORTAL 24, BAJO D
ANA PINTOR, PORTAL 10, 4ºI
CECILIO GARCÍA, PORTAL 6, 3ºD
MARÍA ANTONIA GÓMEZ, PORTAL 2, 1ºI
JORGE PASCUAL, PORTAL 8, 3ºI
Los vecinos se reunieron en grupos con sus amigos de la infancia y entre todos viajaron 50 años en el tiempo, cuando jugaban a canicas, a muñecas, a 'mosca va', a 'chorro-morro-pico-tallo-que', a la piedra, a la lima, a las chapas, a hacer goitiberas, al esconderite y a montar casetas en los árboles de Olárizu.
«Había un guarda que estaba siempre detrás nuestro». Jose Luis, Manu, Manolo, Fidel, Tito, Andoni y Ramón se lo pasaron en grande. No hay más que oírles. «Nos hemos criado en absoluta libertad», relatan. Y se agolpan las anécdotas de sus incursiones para sisar manzanas o peras de alguna huerta ajena, de cómo asaban patatas, de la leña que recogían para echar en la cocina de chapa, de los campeonatos de tirachinas o carabinas y de las peleas con palos con la banda de los de Adurza. «Era un juego. Nos llevábamos muy bien y con los de Errekaleor también». Y revelan su secreto para que los reglazos de un conocido profesor picaran menos. «Un taco de calendarios en los bolsillos de atrás del pantalón», se ríen Luis Ángel, Jose Luis y Manu.
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Los chicos iban al colegio San Ignacio y ellas a una escuela en la calle Florida, junto a la plaza de toros, recuerda Arantza Perez Torrecilla. Luego ya se abrió el colegio femenino Olárizu. «Soy la primera niña nacida en el barrio», presume. Su tocaya Arantza Ayastuy asiente sonriente. «Yo la conozco desde que nació hace 67 años». Fue cuando su familia llegó al barrio desde Oñate. A los Emparanza, los dueños, se les quedó pequeña la fábrica de cazuelas que montaron en la localidad guipuzcoana y levantaron otra mayor en Vitoria. Se llevaron con ellos a parte de sus antiguos trabajadores. «Nosotros llegamos a vivir en la propia fábrica, en unos pisos que había en las oficinas», recuerda Arantza.
La misma empresa hizo las casas que primero alquiló y luego vendió a sus trabajadores. Llegaron en tres fases. Primero de la misma capital y de pueblos alaveses y de Bilbao, Basauri o La Rioja y un poco más tarde desde Burgos, Andalucía, Palencia, Salamanca y Extremadura. Y la Avenida de Olárizu creció, de manera que había tres zonas «los del barrio, los de lo nuevo y los de la carretera». Pero un sentimiento único de comunidad.
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Los jóvenes quedaban «para subir a Vitoria», surgían noviazgos, la ropa que quedaba pequeña a unos servía para otros, se vareaban los colchones de lana, se compartían recetas, algunas familias hacían sitio a pupilos que ayudaban a la economía familiar, la chavalería llenaba los bolsillos de avellanas cogidas en la cruz de Olárizu y la batería de cocina era el regalo estrella en las bodas. Poco a poco llegaron los coches, las bicicletas BH y otros pequeños desahogos. «Carlos, el vecino de uno de los bajos, se compró la primera televisión y abría las ventanas para que la viéramos desde la calle. Recuerdo ver Bonanza y los Chiripitifláuticos», señala Fidel.
A todos les queda grabado a fuego el día aquel en que los 30 niños más pequeños del barrio tuvieron que ir a declarar ante el juez de menores. El presunto delito es inverosímil. «Nos encontramos un perro y le hicimos una caseta con maderas de una obra cercana y el constructor nos denunció por robarlas». Vaya disgusto. Se callaban cuando iban a jugar a la charca de la Bayer, llena de productos tóxicos empleados en los esmaltes y tampoco decían nada de los cigarrillos a escondidas.
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Los Villalta, los Cabrerizo, Alfonso Peláez, Nati García, Isabel Muñoz también sonrieron el jueves a su pasado. No saben muy bien qué sentirán cuando vean vacío el solar donde crecieron felices. «Yo creo que será como los de esos pueblos que se quedan debajo de un pantano, ¿no? Que ya los ves, pero que están ahí, en tus recuerdos».
Nuria calvo, portal 28, 4ºd
josé ángel sáez, portal 16, 3ºi
rosa ibáñez de opacua, portal 24, 2ºd
JOSÉ LUIS SÁNCHEZ, PORTAL 26, 1ºD
DORA MARTÍN, PORTAL 28, 4ºD
ANTONIO LASANTA, PORTAL 26, 4ºI
Maite Cabrerizo, periodista y escritora, escribió hace dos semanas una emotiva carta de homenaje a un barrio engullido ya por las máquinas. Ese día se anunciaba el comienzo del fin tras el desalojo de los últimos okupas y quiso homenajear a sus padres y al resto e familias que como la suya crearon algo único: «el paraíso, el fin del mundo, donde acababa Vitoria y empezaba nuestro particular edén». Maite ayudó a EL CORREO a reunir a un centenar de aquellos 'niños' para jugar juntos de nuevo, la última vez bajo sus casas. Su mensaje lanzado en redes sociales corrió como la pólvora y la respuesta fue excepcional. Gracias a todos.
«Por favor, cuando paseéis por la avenida de Olárizu, cuando ya nada sea lo que fue, paraos sólo unos segundos a escuchar los ecos que aún se oyen a lo lejos: son las risas y los juegos de sus moradores que nunca abandonaron el barrio», se despide Maite Cabrerizo en su carta.
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