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Dicho así, suena a canibalismo. Y nada más lejos de la realidad. Pero el caso es que es cierto. Aquí, en Lagrán, guisan nuevos habitantes. Uno de los pueblos más despoblados de Euskadi, con una densidad muy parecida a la de Laponia, ha logrado atraer ... a nuevos habitantes en plena pandemia. Han encontrado en sus dos bares, en las dos casas de comidas del pueblo, un medio fabuloso para fijar población, su anzuelo para pescar nuevos vecinos. En menos de mes y medio han picado ya cuatro. Rosa y Juan, Ainhoa y Mikel han llegado aquí, hasta este bellísimo enclave montaraz guarecido por hayedos y al que sólo se llega por carreteras sinuosas, para darle un giro a sus carreras. Y, de paso, a sus vidas.
Según los últimos datos del Gobierno vasco, la Montaña Alavesa ha conseguido aumentar un 7% su esmirriado censo en el último año. La propia consejera de Desarrollo Económico, Sostenibilidad y Medio Ambiente, Arantxa Tapia, conectaba esta misma semana el «incremento llamativo» que tanto esta cuadrilla, una de las más deprimidas del País Vasco, como las de Añana y Gorbeialdea han experimentado en este complicado año con la búsqueda de «mayor calidad de vida». Las restricciones que la pandemia ha obligado a tomar son, a todas luces, bastante más llevaderas en el ámbito rural. Más allá del triunfalismo institucional, ese 7% apenas supone quitar una motita de arena de este árido pero exuberante desierto demográfico. Pero sí, el porcentaje, tan nimio, es un gran síntoma de que la percepción del mundo rural ha cambiado de forma radical en los últimos tiempos.
«Nosotros siempre hemos tenido muy claro que queríamos cambiar de vida y venir a un pueblo. Y con la pandemia eso se convirtió en una prioridad. Lo necesitábamos. Estuvimos viendo varios sitios, planteándonos opciones; pero en todos encontrábamos el mismo problema: no había nada a lo que nos pudiéramos dedicar». Ainhoa Lauzurica y Mikel Diéguez ilustran a la perfección que sí, que hay un montón de urbanitas marchitos muy dispuestos a echar raíces en el pedregoso mundo rural. Lo que faltan son oportunidades. Ellos han encontrado la suya en Lagrán, tras la barra de uno de los dos bares del pueblo.
El último estudio sobre servicios en Euskadi del Instituto vasco de Estadística sacaba a relucir una realidad tan anecdótica como curiosa. Precisamente Lagrán es el municipio alavés con más restaurantes con respecto a su población. Dos negocios le ponen mesa y mantel a un término municipal de 45,6 kilómetros cuadrados en el que viven 176 vecinos en tres concejitos con Pipaón y Villaverde.
Los dos restaurantes se reparten una clientela potencial de menos de 90 clientes. Pero entre ellos no hay competencia, ni desleal ni de la otra. «Hay buen rollo entre nosotros y nos complementamos», asegura Mikel desde el bar El Frontón. «Nos complementamos: en la zona no hay nadie más que ofrezca este servicio, en varios kilómetros a la redonda no te sirven ni un triste bocadillo», responde Rosa Andrés desde el otro bar, La Traviesa, que regenta con Juan Valenzuela, su pareja. Ese espíritu, más de vecinos bien avenidos que de empresarios que luchan por ganarse a la clientela, se percibe también en sus cartas. Como en un 'cartel' de la cuchara, las dos casas ofrecen el menú del día por 12 euros. Y ninguno repite plato.
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En La Traviesa hoy se sirve salmorejo y también alcachofas, fideuá y de segundo, sardinas -será un guiño a que por aquí cruzaba la ruta del vino y del pescado- y un pollo con la piel churruscadita. El espacio es impresionante, con una cristalera que mira a la Sierra de Cantabria. En la planta baja, la cocina, digna de cualquier restorán estrellado y un comedor que podría acoger un bodorrio. Es ya la hora del almuerzo y solo una mesa está ocupada por un grupo de trabajadores que han parado del tajo para comer.
«Tener a ocho o diez clientes por servicio hace que les des un trato personalizado, que les atiendas con un mimo que no puedes dar en esos sitios en los que se dan servicios de 200 comensales y casi, casi les echas el puchero desde la cocina», asegura, satisfecho, Juan, con el mandil impoluto. Aquí todo va a otro ritmo.
El alcalde de Lagrán, José María Fernández, llevaba ya tiempo buscando relevo para el bar del pueblo, que se les había quedado vacío. En Rosa y Juan encontró la estabilidad que buscaba. La pareja frisa los 60 y es el reflejo de que no, que nunca es tarde para iniciar una nueva vida. Rosa se ha dedicado durante años a la limpieza. Hartita viva de darle al mocho, ahogada de la ciudad, se pasó todo el confinamiento buscando y rebuscando por internet en convocatorias, en concursos públicos, de boletín en boletín y de bando en bando, pueblos que buscaran quien se pudiera hacer cargo de sus bares. Ni tan siquiera sabían situar Lagrán en el mapa cuando se decidieron a venir. «Ahora no cambiaríamos esto, esta calidad de vida, por nada del mundo», asegura.
A escasos metros, en el bar del Frontón, que depende de la Junta Administrativa, Ainhoa y Mikel llegaron hace semana y media y ya se han ganado el cariño de los vecinos. Tanto unos como otros apenas pagan 200 euros al mes en concepto de renta por el local. «Es la única forma de hacer viable un negocio como este, en realidad nosotros prestamos un servicio al pueblo», razona Mikel. Más que eso: ellos le guisan nueva vida al pueblo.
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