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Miércoles, 28 de Febrero 2024
Tiempo de lectura: 11 min
Sandra Aamodt hizo su primera dieta a los 13 años. No es nada raro en Estados Unidos, donde el 80 por ciento de las niñas de 10 años reconoce que se ha puesto a régimen.
Durante tres décadas, Sandra estuvo yendo y viniendo entre diversas dietas, inmersa en un bucle de frustración que conocen bien millones de personas. Porque el peso perdido siempre acaba regresando. Es el efecto yoyó, que hace que la mayoría de las dietas no funcionen a la larga e incluso sean contraproducentes. Según un estudio de la Universidad de California, cinco años después de una dieta, la mayoría de la gente recupera el peso inicial. Y lo que es peor, un 40 por ciento gana aún más. Moraleja: ¿quiere usted acabar ganando peso? Póngase a dieta.
«Por supuesto, cuando volvía a engordar, me culpaba a mí misma», reconoce Sandra Aamodt, de 48 años, que es doctora en Neurociencia, autora de libros acerca del funcionamiento del cerebro y ex redactora jefe de la prestigiosa Nature Neuroscience. Hace unos años, Sandra tomó una decisión: «Como propósito de Año Nuevo, dejé de hacer dieta». No es que se rindiese. Pero procuró no obsesionarse con su peso, no mirar la báscula cada dos por tres. Básicamente, se propuso comer cuando tuviera hambre. Y dejar de comer cuando estuviera saciada. Parece fácil, pero no lo es. Sandra reconoce que le costó un año aprender a comer. Perdió cinco kilos casi sin darse cuenta. Cinco kilos que no ha recuperado.
Como neurocientífica, Aamodt decidió revisar las últimas investigaciones sobre el cerebro para intentar comprender –y, antes que nada, para explicarse a sí misma– por qué las dietas no suelen funcionar. «En Estados Unidos, uno de cada tres adultos y niños tiene sobrepeso. Creíamos que sabíamos la respuesta a la epidemia de obesidad: reducir las calorías; comer menos. Habíamos concluido que estar gordo es un fracaso de la voluntad, quizá acompañado de una mala jugada de la genética. Pero estábamos equivocados». Sandra expone sus conclusiones en una charla de TED que convirtió en viral y que sirvió de base para su libro: Why diets make us fat ('Por qué las dietas nos hacen engordar'). Su tesis pone en tela de juicio las promesas de una industria –la de los productos alimenticios y medicinales pensados para perder peso– que mueve más de 2000 millones de euros en España. Según Sandra Aamodt, las dietas, en especial las restrictivas o depurativas, no funcionan por el simple hecho de que lo que necesita una persona que quiere perder unos kilos no es ponerse a dieta, es cambiar de hábitos.
«Obviamente, tu peso depende de cuánto comes y de cuánta energía gastas. Pero lo que muchos no aprecian es que el hambre y el gasto energético son controlados por el cerebro. Y el cerebro tiene una noción propia de lo que debes pesar. Este peso ideal se denomina 'punto de ajuste', pero es un término engañoso porque en realidad abarca una horquilla que varía de cuatro a siete kilos. Puedes hacer cambios en tu estilo de vida para modificar tu peso dentro de ese rango, pero es mucho más difícil mantenerse fuera de él», explica Sandra Aamodt.
La fórmula habitual –cuentas las calorías de los alimentos y, si quemas más de las que ingieres, pierdes peso–, que parece tan lógica, no funciona a largo plazo (la tasa de fracaso oscila entre el 80 y el 98 por ciento, dependiendo de los estudios). Otra presunción corriente –una vez que llegas al peso ideal basta con equilibrar los dos términos de la ecuación, o sea, calorías y gasto energético, para mantenerte– también está equivocada. ¿Por qué? Porque el hipotálamo, que es la región del cerebro que se ocupa de estos menesteres, tiene su propia agenda y hace sus propias cuentas.
Ármate de paciencia
Clave: el punto de ajuste
Recuerda: tu cerebro no te ayuda
El ‘modo hambruna’
La báscula no tiene la última palabra
Músculos prescindibles
Hay algo que puede ayudarte
La grasa marrón
Si te pasas, lo pagas
Huir del estrés
No solo hay que tener en cuenta las calorías que entran o salen de nuestro cuerpo, también las señales químicas que emite el cerebro. Son los 'semáforos' que regulan el metabolismo y que hacen que nuestro cuerpo intente llevarnos de vuelta al peso que considera adecuado. Por eso, en cuanto empezamos a perder kilos, nuestro cuerpo responde ralentizando el metabolismo: se empeña en recuperar el punto de ajuste con las calorías de menos que le aportamos.
El mecanismo está diseñado para salvarnos como especie en épocas de escasez, que han sido casi todas las que ha vivido la humanidad, a excepción de unas últimas décadas de abundancia en los países desarrollados; pero a nivel individual nos hace la puñeta. «El sistema responde a las señales del organismo regulando el hambre, la actividad y el metabolismo para mantener ese peso ideal estable, aunque cambien las condiciones, igual que un termostato mantiene estable la temperatura en casa. Podemos abrir una ventana en invierno, pero el termostato responderá aumentando la intensidad de la calefacción. El cerebro funciona de la misma forma, respondiendo a la pérdida de peso con poderosas señales para empujar a tu cuerpo hacia lo que considera normal. Si pierdes mucho peso, tu cerebro interpreta que estás sufriendo hambruna y le da igual que estés gordo o flaco: reacciona dándote hambre y haciendo que tus músculos consuman menos energía», expone Sandra Aamodt. Las investigaciones del endocrinólogo Rudy Leibel, de la Universidad de Columbia, parecen sostener esta teoría. Leibel constató que la gente que ha perdido el diez por ciento de su peso corporal quema de 250 a 400 calorías menos.
No es lo mismo cazar un mamut que abrir la nevera. La evolución juega en nuestra contra. «La resistencia a perder peso tiene sentido. Cuando la comida escaseaba, la supervivencia dependía de la capacidad de conservar energía cuando hubiera comida disponible. Durante el transcurso de la historia, la hambruna ha sido un problema más grave que el sobrepeso. Esto podría explicar una triste realidad. Los puntos de ajuste pueden subir, pero difícilmente bajar. Una dieta exitosa no baja tu punto de ajuste. Incluso después de no recuperar el peso durante siete años, tu cerebro sigue intentando recuperarlo», añade Sandra. Para más inri, un aumento de peso temporal puede convertirse en permanente. «Si te mantienes con sobrepeso un par de años, tu cerebro podría decidir que ese es el nuevo estándar».
Y no es lo mismo salir a cazar un mamut que abrir la nevera. Esa diferencia entre la escasez de la antigüedad y la abundancia del presente es la razón por la cual el doctor Yoni Freedhoff, profesor de la Universidad de Ottawa, reconoce lo obvio: que la vida moderna conduce a ganar peso por la comida basura y el sedentarismo. Y lo que es menos obvio: para adelgazar sin dañar al organismo, lo importante es cambiar de hábitos y recordar que las dietas no son la solución pues exigen un esfuerzo permanente. Según Freedhoff, no somos capaces de mantener el mismo nivel de sacrificio toda la vida: la fuerza de voluntad es un 'músculo' con mucha fuerza, pero poca resistencia. «El gran enemigo de las dietas es el tiempo».
Los psicólogos clasifican a la gente en dos grupos: los comedores intuitivos (comen cuando tienen hambre y paran cuando están saciados) y los controlados (los que mantienen a raya su apetito recurriendo heroicamente a su fuerza de voluntad). Los primeros son menos propensos a tener sobrepeso y pasan menos tiempo pensando en la comida. Los segundos se obsesionan y entran en una espiral de atracones y restricciones, sazonada de culpabilidad. Entre los hábitos saludables que deberíamos incluir en nuestra vida, Sandra Aamodt aconseja el mindful eating o alimentación consciente. Debemos aprender a leer las señales que nuestro cerebro nos envía para hacer algo que hemos olvidado: comer con hambre y dejar de comer cuando ya estamos llenos. Para conseguirlo, hay que empezar por comer sin distracciones, porque si estamos pendientes del móvil o la televisión nos desentendemos de las señales de nuestro cuerpo.
«En el mejor de los casos, la dieta es un desperdicio de energía. Quita la fuerza de voluntad que podrías estar usando para ayudar a tus hijos con sus tareas o para terminar un proyecto y, como la fuerza de voluntad es limitada, cualquier estrategia que dependa de su aplicación está condenada a fallar cuando tu atención se traslade a otro asunto», resume Aamodt. Y en el peor, es la antesala de una vida arruinada por los desórdenes alimentarios. «¿Qué pasaría si les dijéramos a todas esas niñas a dieta que está bien comer cuando tienen hambre? ¿Qué pasaría si les enseñáramos a entender su apetito en lugar de a temerlo? Creo que la mayoría de ellas serían más sanas y felices y, de adultas, más delgadas».