Los empleados empiezan, de media, una tarea nueva cada 11 minutos. Pero no concluyen el 57 por ciento de las labores que inician. ¿Le suena? Los datos pertenecen a un estudio realizado por psicólogos de la Universidad de California. La mayoría de sus tareas se veían interrumpidas
por correos, llamadas o compañeros. Pero otra buena parte se quedaba a medias sin causa aparente. Es decir, el 50 por ciento de la jornada laboral se consume en pasar de una ocupación a otra.
Este estudio es uno de los muchos que se están llevando a cabo para analizar –y solucionar– uno de los problemas derivados de la tecnificación de la sociedad: la falta de atención o dificultad para concentrarse en una sola tarea. Un mal que no es ni mucho menos un problema de niños.
La economista Christine Porath realizó en 2013 un estudio con 20.000 trabajadores en los Estados Unidos, a quienes les preguntó con qué facilidad se distraían. El 80 por ciento dijeron que eran incapaces de concentrarse en una sola tarea y dos tercios admitieron dificultades a la hora de establecer prioridades. La Oficina Federal de Protección Laboral Alemana encuestó a casi 20.000 empleados. El 44 por ciento admitieron que sufrían numerosas interrupciones durante el trabajo y la mitad se sentían agobiados por tener que hacer cada vez más tareas al mismo tiempo.
Y no nos sucede solo en el trabajo, la cosa continúa en casa. Muchas personas ya no se limitan a sentarse delante de la tele después de cenar: prácticamente la mitad aprovecha para entrar en Internet a la vez. La gente busca información sobre zapatos para los niños o sobre las próximas vacaciones durante la emisión de su serie favorita. Motivos para distraerse los hay a todas horas. En el trabajo, en casa, on-line y off-line.
Algunos psicólogos se refieren con el término 'mente errabunda' a ese fenómeno que consiste en no tener el pensamiento en lo que se está haciendo. Y parece que la mente errabunda no es una bendición precisamente. Hace un par de años, los psicólogos Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert –de la Universidad de Harvard– pidieron a voluntarios de todo el mundo que informaran de sus actividades mediante una aplicación para smartphone. Participaron unas 5000 personas de 83 países. Se contactaba con los voluntarios de forma aleatoria y se les hacía una serie de preguntas: «¿Qué está haciendo usted en este momento?», «¿cómo se siente con lo que está haciendo?».
El resultado: casi la mitad de los participantes no estaban a lo que estaban. Lo sorprendente es que en las fases de divagación y despiste se sentían más infelices que cuando tenían la mente concentrada en el aquí y el ahora. La conclusión de los investigadores es que: «Pagamos un precio emocional a cambio de nuestra capacidad de pensar en lo que no está pasando». Pero ¿por qué a tantas personas les cuesta mantener fija la concentración?
El neurocientífico Daniel Levitin ha investigado lo que ocurre en el cerebro cuando no hacemos lo que teníamos intención de hacer. En su libro La mente organizada describe el proceso. La aparición de nuevos estímulos provoca que el cerebro libere dopamina. Este neurotransmisor del sistema de gratificación cerebral es responsable de que nos sintamos bien. La dopamina se segrega al practicar deporte, consumir drogas o mantener relaciones sexuales, por ejemplo, pero también al recibir los pequeños estímulos procedentes de las pantallas de nuestros ordenadores, tabletas o móviles: propuestas irresistibles, mensajes en la bandeja de entrada, comentarios y 'Me gusta' en redes sociales…
Según Levitin, esta liberación constante de dopamina en el cerebro da lugar a un bucle que se retroalimenta: «El efecto es que recibimos una gratificación por dejar de concentrarnos, razón por la que, a su vez, buscamos permanentemente nuevos estímulos externos».
Si ya cuesta concentrarse en las tareas pequeñas, ¿qué pasa con los grandes planes? ¿Por qué algunas personas consiguen cumplir objetivos que exigen meses o incluso años de dedicación, como las tesis doctorales o correr un maratón, mientras que otras fracasan? ¿Mantenerse firme en algo y ser perseverante se puede entrenar?
Eso intentan en el departamento de terapia psicológica de la Universidad de Münster, a donde llegan personas que se sienten incapaces de lidiar con sus problemas de concentración. Estudiantes que no se ven capaces de preparar el examen de licenciatura y tiran la toalla; autónomos que han perdido sus empresas por no llevar al día la contabilidad; médicos, abogados o asesores fiscales enfrentados a reclamaciones y demandas por haber descuidado sus obligaciones... no porque hayan sufrido una enfermedad o tengan un obstáculo que se lo impida, sino por postergar continuamente el trabajo.
La terapia que practican en esta universidad está dirigida a personas que sufren el mal de la procrastinación, como se denomina la tendencia a aplazar las cosas, a dejarlo todo para otro día. Como consecuencia de esa actitud, los pacientes acaban desarrollando trastornos del sueño, ansiedad y depresión. Los psicólogos calculan que entre el 8 y el 14 por ciento de los estudiantes universitarios sufren este tipo de trastorno. Y creen que en otros grupos de población las cifras son similares.
Para corregir este trastorno, son relevantes las investigaciones de Thomas Metzinger –profesor de Filosofía Teórica en la Universidad Johannes Gutenberg de Mainz–, que se dedica al estudio de la mente errabunda.
Según Metzinger, una persona se pasa dos tercios del día deambulando de un lado a otro de su cabeza, arrastrada por un caos de pensamientos que la acompaña toda su vida. La mente humana se pasa la mayor parte del tiempo sumida en una especie de cotorreo interior. La lista de cosas que tocamos en este pensar sin pensar es larga: recuerdos, planes más o menos urgentes, recurrentes pensamientos tristes... Pero también son habituales los pensamientos neuróticos, los sentimientos de culpa o el repaso de errores pasados. Y a todo ello debemos sumar ensoñaciones varias y fantasías sexuales.
Metzinger describe ese torbellino en la cabeza como «el estado de reposo narrativo» de la mente. Lo contrario a este deambular errático es la atención, la capacidad de dirigir el foco interior hacia un objetivo concreto. Pero ¿cuál es la dosificación correcta? ¿A partir de qué punto el deambular mental, algo consustancial al ser humano, se convierte en algo dañino? «En el momento en el que nuestro foco interior se mueve demasiado de un lado a otro», dice Metzinger.
El profesor de Filosofía asegura haber observado que, desde hace cinco años, sus estudiantes a duras penas pueden seguir las clases durante más de 20 minutos seguidos. Pasado ese tiempo, debe ofrecerles algún tipo de 'entretenimiento': ponerles un vídeo corto, provocar una discusión... A partir de ese momento, lo que tiene ante él son estudiantes «en estado de reposo narrativo», es decir, con un torbellino en la cabeza.
Metzinger también sabe que distraerse de vez en cuando puede ser muy positivo para el proceso creativo, pero la mente errabunda es un peligro. «Porque amortigua las emociones asociadas a lo que sucede a nuestro alrededor», aclara Metzinger. Un frecuente deambular mental nos va privando de la capacidad de ser conscientes de la realidad, de percibir nuestra vida como es. «La mente errabunda suele ser una forma de huir. Solo el que reconoce la realidad tal y como es está en condiciones de cambiarla», añade.
¿Y cómo frenar esa mente errabunda, cómo recuperar la capacidad de atención y esfuerzo? El prestigioso profesor de Psicología Médica Ernst Pöppel, de 74 años, se ha dedicado a este asunto durante mucho tiempo. Fue él quien descubrió qué es lo que los seres humanos perciben como presente: es aquello que ocurre en un espacio de dos a tres segundos. Durante tres segundos podemos dirigir toda nuestra atención a algo, pasado ese tiempo hacemos una breve pausa en la que comprobamos si ha sucedido algo nuevo. Este mecanismo nos permite concentrarnos en algo concreto, pero a la vez no perder de vista el presente por si amenazara algún peligro.
Sin embargo, Pöppel cree que este presente ha cambiado en los últimos años. «Estamos desbordados por tanto estímulo». Habla de «paralización frenética» para referirse a que, con la avalancha de informaciones que recibimos de forma constante, nos resulta imposible saber con exactitud cuáles son las verdaderamente necesarias. «Uno se pierde en ese remolino». Por lo tanto, la capacidad de forzarse a mantener la concentración es fundamental. Pero ¿cómo se aprende a hacer eso?
«¿Qué cómo se aprende a hacer lo que hay que hacer? Pues simplemente haciéndolo –dice Pöppel–. Hay que experimentar la superación, ponerla en práctica. La superación de la propia pereza una y otra vez. Porque siempre hay alguna excusa a mano». Casi todas las actividades –añade el psicólogo–, ya sea comer, beber o amar, van unidas a una sensación inmediata de gratificación. Sin embargo, esta recompensa inmediata no está presente en las tareas a largo plazo. ¿Cómo te puedes ayudar a perseverar? Pöppel aconseja fijarse pequeños objetivos intermedios, metas que se puedan alcanzar en menos tiempo. También sentarse todas las noches y anotar lo que ha ido bien y lo que no, hacer una autoevaluación para valorar los avances propios, lo que él denomina «llevar un cuaderno de bitácora».
Añade que todo el mundo debería dedicar al menos una hora al día a «hacer lo que hay que hacer». Es decir, trabajar sin distracciones. ¿Y si suena el teléfono? Para Pöppel, eso no es un problema. Pase de ello. «¿Se imagina qué pasaría si una empresa, o incluso todo un país, suspendiera las comunicaciones todos los días de 11 a 12 de la mañana? –pregunta el psicólogo–. Pues que tendríamos el mayor impulso creativo que se pueda imaginar».
La psicoterapeuta alemana Anna Höcker está especializada en tratar trastornos relacionados con la concentración. Cuenta el caso de un asesor fiscal de 40 años, casado y con dos hijos, que llegó a su consulta. El paciente pasó años sin terminar de tramitar casos y dejando pasar los plazos, motivo por el cual acabó en los tribunales. Buscó ayuda médica cuando iba a perder el trabajo. Un caso grave. Y lo peor es que, en realidad, se pasaba el día en la oficina. ¿Cómo es posible? «Todos los días se proponía rematar un caso –explica Höcker–. Pero luego pensaba que otro caso podría ser más urgente», así que movía los expedientes y se perdía en tareas triviales.
Los psicólogos fijaron dos sesiones diarias con el asesor fiscal, en cada una de las cuales debía sentarse con los documentos sobre el escritorio. El café tenía que estar listo y el móvil, apagado. Solo entonces le permitían empezar con el trabajo propiamente dicho. Al cabo de 20 minutos, alto. Tiempo, boli fuera… no le permitían trabajar más. Si conseguía mantener la constancia durante ese tiempo y lo empleaba de forma productiva, le iban permitiendo trabajar cada vez un poco más.
«La idea es impedir que los pacientes sigan pensando que, en caso de necesidad, son capaces de trabajar diez horas seguidas». Porque en realidad no pueden hacerlo; de hecho, casi nadie puede.
El asesor fiscal pronto manifestó su descontento con la terapia. ¿Qué sentido tenía parar a la media hora si podía seguir trabajando? Los terapeutas habían alcanzado su meta: se había dado cuenta de lo valioso que era su tiempo de trabajo.
«El objetivo de nuestra terapia no es aumentar la eficiencia de las personas en sus empleos –dice Höcker–. De lo que se trata es de recuperar su calidad de vida». Lo que indirectamente redunda en su eficacia.
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