Un joven bajito con monóculo declama un conjuro maorí mientras se contonea como una bailarina de la danza del vientre. Desués, tres actores leen a la vez un poema, cada uno en un idioma diferente. A continuación, un tipo de aspecto amenazador mira fijamente al
público mientras recita con gruñidos y rugidos una de sus composiciones.
Los números se suceden, amenizados con música al piano tocada por un tipo de una palidez cadavérica. El público –casi todos, estudiantes– recibe las intervenciones en una atmósfera vibrante. Así describe Jed Rasula, autor del libro Dadá. El cambio radical del siglo XX (Anagrama), el ambiente en el Cabaret Voltaire, el local de variedades de Zúrich (Suiza) donde se incubó el movimiento dadaísta.
Aquel espectáculo disparatado, improvisado y caótico tuvo lugar la noche del 5 de marzo de 1916 y marcó el inicio de una tendencia artística y vital que ha tenido importantes consecuencias en otros movimientos como el surrealismo o el arte povera. Andy Warhol, Salvador Dalí, Marina Abramovich y Lady Gaga son algunos de los herederos de aquella «guerra de guerrillas cultural que estalló en medio de una guerra catastrófica», en palabras de Jed Rasula.
El dadaísmo fue la manera de expresar el descontento y desconcierto de un grupo de jóvenes a los que la Primera Guerra Mundial empujó a escapar a Zúrich. Allí huyeron de la guerra, en mayo de 1915, los alemanes Hugo Ball y Emmy Hennings: él era un soñador con inquietudes espirituales, lector de Nietzsche y del anarquista Bakunin, un tímido con ansias de ruptura; ella era extravagante, desinhibida, había probado las drogas, conocía la cárcel... Esta extraña pareja pasó hambre en Zúrich hasta que se enroló en un circo: él tocaba el piano (era un virtuoso) y ella cantaba.
Esta etapa en compañía de malabaristas, faquires y funambulistas les disparó la vocación por el espectáculo. Al regreso de una de las giras del grupo, Ball contactó con el dueño de un café y le propuso reconvertir el local. Puso un anuncio: «Se hace una invitación a los jóvenes artistas de Zúrich para que acudan con sus propuestas y aportaciones sin que importe su orientación particular». Dos días después, el Cabatet Voltaire subía el telón. Sin saber quiénes iban a actuar ni qué iban a hacer. Saltó al escenario un jovencito que comenzó a recitar, en rumano, los poemas que iba sacando del bolsillo de su abrigo. Era Tristan Tzara. Lo había acompañado un compatriota, Marcel Janco, artista que empapeló el local con sus trabajos. Después se sumaron a la panda el poeta alemán Richard Huelsenbeck y el pintor, poeta y escultor germano francés Jean Arp.
'Sokobauno sokobauno' u 'hojohojolodomodoho'. Con alocuciones de este tipo salpicaba Huelsenbeck sus creaciones poéticas; 'plegarias fantásticas' las llamaba él. Pretendían ser giros africanos. En las actuaciones del Cabaret Voltaire se sucedían las incongruencias entreveradas de 'umba umba'. La panda se ponía máscaras y bailaba alocadamente por todo el local.
«Realizaban sesiones cómicogrotescas en las que se ridiculizaban todos los valores, incluidos los artísticos», explica Francisco Calvo Serraller en El arte contemporáneo.
La tribu buscó un nombre y eligió al tuntún una palabra del diccionario: salió dada, que significa 'caballito de madera' en francés. «Para los artistas rumanos del cabaret era algo que se decían entre ellos continuamente: 'da, da', es decir, 'sí', 'sí', y decidieron que era la palabra perfecta para designar el estado de ánimo que los invadía», cuenta Jed Casulla.
Tristan Tzara, que comenzó como el benjamín de la tropa, acabó como cabeza del grupo que expandió y contagió sus burlas rupturistas a la música, la pintura, la literatura. Los poemas dadá, por ejemplo, se componen recortando palabras de un periódico, echándolas en una bolsa, sacudiéndolas y sacándolas de nuevo al azar. «Dadá lo reduce todo a la sencillez de los orígenes», definieron ellos, que rechazaban las definiciones. Tampoco aprobaban los manifiestos, y, sin embargo, Tzara redactó varios, donde, por supuesto, dice: «En principio estoy en contra de los manifiestos de la misma manera en que estoy en contra de los principios».
Huelsenbeck se marchó a Berlín y fundó el Club Dada, con ilustres miembros como Hannah Höch, George Grosz y Raoul Hausmann. Jean Arp y Max Ernst lo difundieron por Colonia. Kurt Schwitters fundó una sucursal en Hannover. En Nueva York, el espíritu dadá impregnó a Marcel Duchamp –que en 1917 creó su célebre obra Fuente (un urinario)– y a Man Ray, entre otros. Tristan Tzara se unió a Francis Picabia y André Breton en París en 1920. El carácter internacional es una de las características del dadaísmo, junto con la agilidad creativa y la insolencia.
Pero la efervescencia fue diluyéndose: su actitud de negación y rechazo a todo acabó apagando la euforia experimental inicial. De sus cenizas nació en 1924 el surrealismo, impulsado por André Breton. No es dadaísta asentarse. Y, sin embargo, son muchos los 'hijos' de la locura dadá: la escritura automática, los collages musicales, los fotomontajes (inventados por Raoul Hausmann y Hannah Höch), los happenings (actuaciones improvisadas) y las performances. «Suministraron las bases del arte conceptual», sostiene Will Gompertz, exdirector de la Tate Gallery. Sin el dadaísmo «no habrían existido el surrealismo, el pop art ni el punk», añade Jed Rasula.
Fueron nihilistas, agitadores, anárquicos, excéntricos, gamberros. «Éramos unos golfos», reconoció Hannah Höch.
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