Se ahogaba de nervios y angustia. Esperaba en una caótica calle de Nueva Delhi la llegada del taxi que la llevaría a la Embajada de Estados Unidos. Cuando por fin llegó a la legación americana, un policía le dijo que estaba cerrada, entonces ella enarboló
su pasaporte soviético y le abrieron la puerta. Los funcionarios se quedaron perplejos cuando les dijo su nombre: era la hija de Stalin.
Así huyó de la URSS el 6 de marzo de 1967 Svetlana Iosifovna Stálina, una mujer con una vida zarandeada por bruscos bandazos, que vivió una infancia elitista, una juventud tormentosa y una madurez de huidas y paradojas. «Fue como un personaje de la gran literatura rusa», afirma Monika Zgustova, autora de Las rosas de Stalin (Galaxia Gutenberg), biografía novelada de Svetlana.
No fue fácil ser la hija de uno de los peores tiranos de la Historia. En sus primeros años de vida, la pequeña Svetlana no se percató de que aquel hombre que la llamaba «pequeño ruiseñor» y «mi princesita» era el demonio que decidió la muerte de millones de personas, entre ellas varios miembros de su propia familia. Svetlana se enteró de ello cuando se transformó en adolescente y se convirtió, también ella, en el blanco de un tirano que también era un dictador en casa.
Stalin quiso controlar a su hija en todo: en la manera de vestir, en sus amigos y en los novios, por supuesto. Y cuando ella empezó a enterarse de los crímenes de su padre y sobre todo cuando supo que su adorada madre, Nadezdha Allilúyeva, no había muerto de forma natural como le habían contado, sino que se había suicidado desesperada ante el maltrato de Stalin, entonces Svetlana quiso borrar a su padre de su vida. Pero nunca lo logró. «No pudo desprenderse del estigma de ser la hija de Stalin. Ella era un símbolo del poder soviético, le negaron una vida personal», explica Zgustova.
Del suicidio de su madre se enteró por la revista Life. Más tarde supo también que su hermano Yakov (hijo de Stalin y su primera mujer) había sido fusilado por los nazis después de que su padre se negara a canjearlo por otros prisioneros alemanes. Cuando se enteró de que además su padre había enviado al terrible campo de concentración de Vorkutá, en el Círculo Polar Ártico, a su primer novio, Aleksei Kapler, quiso alejarse del monstruo incluso en el nombre: se cambió el apellido.
Lo hizo tras la muerte del tirano: «Probablemente no le habrían permitido hacerlo antes», cree Zgustova.
Svetlana tomó el apellido de su madre y buscó un hombro masculino donde refugiarse y formar una familia que la reconfortara. Pero tampoco fue fácil, en parte porque ella misma estaba anegada en tristeza, furia y poderosas contradicciones.
A lo largo de su vida tuvo tres nombres; cuatro maridos, tres hijos de padres diferentes y protagonizó tres huidas difíciles. Además, ella, que estaba rota por sentir que su madre la dejó sola, abandonó a sus hijos.
Cuando se fue a Nueva Delhi para llevar las cenizas del que fue el gran amor de su vida, el comunista indio Brayesh Singh, con el que las autoridades soviéticas no le habían permitido casarse, Svetlana se despidió de su hijo Josif, de 22 años, y de su hija Katia, de 17. Con el chico se reencontró 17 años después, a Katia no la volvió a ver en la vida.
De la Embajada de Nueva Delhi, a Svetlana la enviaron a Suiza. Allí pasó unos meses de intermedio hasta que aceptaron su entrada en Estados Unidos. Se había convertido en un problema diplomático y en una pieza más de la confrontación de la Guerra Fría. En la rueda de prensa de su llegada a Estados Unidos fue muy dura con su padre, al que muchas veces definió como «un monstruo moral» y denunció atrocidades en la URSS.
Su denuncia se difundió también en su libro de memorias Veinte cartas a un amigo, con cuyas ventas ganó tres millones de dólares. La Universidad de Princeton le ofreció un puesto de profesora de Lengua Rusa (Svetlana era maestra y traductora) y parecía que la adaptación iba viento en popa.
Pero su vida dio otro giro sorprendente y paradójico. Respondió a la insistente invitación de Olgivanna Wright, tercera mujer y viuda del arquitecto Frank Lloyd Wright, para que la visitara en la Hermandad Taliesin, una comunidad creada por el arquitecto en el desierto de Arizona y en Wisconsin. Olgivanna, líder de esta extravagante agrupación intelectual, creía que Svetlana era el alma gemela de su hija, también llamada Svetlana y que había fallecido en un accidente de coche.
En Taliesin se hacía vida comunal, se acudía a cenar vestido de gala y había que pedir permiso para todo, según el relato de Zgustova. Esta extravagante cofradía intelectual vivía en un modernísimo complejo arquitectónico que tenía dos sedes. La primera estaba en Wisconsin. La creó Wright tras abandonar a su primera mujer y sus seis hijos para irse a vivir con Mamah Borthwick, su segunda mujer. A Mamah y a otros seis residentes de Taliesin los asesinó a hachazos un carpintero paranoico que había sido expulsado del grupo. En la sede de Taliesin en Arizona, la hija de Stalin se casó con William Wesley Peters, viudo de la hijastra de Frank Lloyd Wright para así lograr una especie de regreso de la mujer muerta.
Lo llamativo es que la hija de Stalin accedió a vivir en una 'comuna'. Asumió la pérdida de libertad que tanto había ansiado. Se casó con Peters solo tres semanas después de haberlo conocido y le entregó las ganancias de su libro.
De Taliesin también huyó Svetlana; a escondidas, con su nueva hija, Olga, de 3 años, y con otro nombre, Lana Peters. Regresó a Princeton y se dedicó unos años al cuidado de su hija. Con ella se trasladó luego a Gran Bretaña.
Hasta que en 1984 dio otro bandazo y ¡regresó a la URSS! Quería ver a sus hijos. El remordimiento por haberlos abandonado la atormentaba. En Moscú se encontró con Josif envejecido y alcohólico. Katia no quiso verla. Nunca. Tampoco contestó jamás a sus cartas. «El regreso a la URSS fue otro de sus muchos errores», dice Monika Zgustova.
Además, le costó adaptarse a la vida gris de Moscú y de Tiflis (Georgia), donde se instaló. Tampoco fue fácil salir de la URSS en esta ocasión: las autoridades no querían permitírselo. Fue fundamental la actuación de la diplomacia estadounidense.
Svetlana continuó errando. Pasó una larga temporada en un convento en Inglaterra: se había convertido en una católica devota. Pero más tarde perdió la devoción. Su larga huida vital culminó en una residencia de ancianos en Richland Center, en el estado de Wisconsin, curiosamente la ciudad de nacimiento del arquitecto Frank Lloyd Wright. Murió allí, en 2011, con 85 años.
Según el libro de Monika Zgustova, solo fue feliz en dos ocasiones: de niña, cuando vivía su madre y su padre la quería; y sus años de convivencia con el indio Brayesh Singh, un hombre mucho mayor que ella, un segundo padre.
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