Winston Churchill
Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Winston Churchill
Miércoles, 04 de Enero 2023
Tiempo de lectura: 6 min
Un político debe ser capaz de predecir lo que va a ocurrir mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido».
Churchill, autor de esta frase, no fue solo uno de los mejores oradores de todos los tiempos, sino el político que más sentencias ingeniosas y 'tuiteables' ha hecho jamás. De haber existido las redes sociales en su época, habría tenido más seguidores que las Kardashian.
Hombre de absolutos excesos, se cuentan sobre él incontables anécdotas: como su irrenunciable costumbre de dormir con un pijama de seda, aunque fuese en un catre a bordo de un bombardero; o la más conocida de su brillante respuesta a Lady Astor, la primera mujer en el Parlamento británico, con quien siempre discutía. Durante un debate, Lady Astor, molesta por las interrupciones de Churchill, dijo que si fuera su mujer le pondría veneno en el té. Él, con calma, se quitó las gafas y respondió: «Señora, si yo fuera su marido, me lo bebería».
Sir Winston Churchill murió en Londres a los 90 años, hace ya 58 años. Participó en cinco guerras coloniales cuando todavía era un joven oficial, ocupó siete cargos ministeriales entre 1908 y 1929 y fue primer ministro en dos ocasiones: la primera de 1940 a 1945.
En esos años decisivos luchó contra Hitler, consiguió embarcar a los Estados Unidos en la guerra y fue responsable de los bombardeos contra la población civil alemana. Por si fuera poco, su principal fuente de ingresos provenía de su faceta de escritor. Escribía un best seller tras otro: libros de aventuras militares, tratados históricos y extensas crónicas de las dos guerras mundiales, además de numerosos ensayos y más de un millar de artículos periodísticos. En 1953 recibió el premio Nobel de Literatura.
Visto así, es fácil de entender por qué una encuesta de la BBC lo proclamó «la figura más grande de la historia británica».
Que era un fenómeno de la naturaleza parece incuestionable, pero hay una faceta de Churchill que, en la corrección política de los tiempos que ahora corren, sería inadmisible.
Para empezar, Churchill era adicto al whisky. En tal grado que, cuando lo nombraron primer ministro en mayo de 1940, una de las mayores preocupaciones en los círculos oficiales era que su alcoholismo no le permitiera estar a la altura de sus funciones. La 'costumbre' venía de familia: los aristocráticos Marlborough, que escandalizaron con todo tipo de líos a la sociedad británica.
Lo cierto es que la resistencia de Churchill al whisky le permitió beber ingentes cantidades sin ponerse en evidencia y reivindicar el consumo de alcohol en público. Durante la Ley Seca en los Estados Unidos se refirió a la prohibición como «una afrenta a toda la historia de la humanidad».
Pero el alcohol no era su única debilidad. Churchill ha sido descrito por el historiador David Cannadine como «un gorrón desvergonzado y un artista de los sablazos». Sacaba tajada de donde podía: regalos, viajes, alojamiento en casas de particulares… Cualquiera de esas cosas habría bastado para hacer dimitir a un parlamentario actual. Pero, entonces, Churchill gozaba de total inmunidad, hasta el punto de que cuando el general Montgomery –homenajeado por vencer a Rommel– se autodefinió diciendo: «No fumo, no bebo, no prevarico y soy un héroe», Churchill no tuvo reparo en responder: «Yo fumo, bebo, prevarico y soy su jefe».
Su incorrección política alcanzó cotas mayores durante la guerra. En 1940, en la Cámara de los Comunes, llegó a decir: «Quizá ustedes quieran matar a mujeres y niños. Lo que nosotros queremos, y lo estamos haciendo con éxito, es destruir objetivos militares alemanes. Mi lema es: '¡Primero el trabajo, luego el placer!'». Una boutade, sin duda, porque lo cierto es que –cuando en la conferencia de Teherán, en 1943, Stalin propuso que tras la guerra se eliminara a 50.000 militares y técnicos alemanes para debilitar al país durante décadas– Churchill se opuso diciendo que preferiría que lo fusilaran allí mismo «antes que ensuciar mi honor y el de mi país con semejante infamia».
Churchill no siempre gozó de tanto prestigio que le permitiese decir lo que quisiera. A comienzos de los años treinta, Churchill –demasiado excéntrico y lenguaraz– estaba considerado un político caduco. Curiosamente, Hitler vino a sacarlo del ostracismo. El británico alertó desde el primer momento sobre el peligro que el nazi suponía para Europa, mientras que durante años los líderes europeos se mantuvieron conciliadores. Con el ataque alemán a Polonia en 1939, no quedó duda de que Churchill tenía razón. Así fue como, de un día para otro, los conservadores volvieron a llamar a Churchill, el mismo hombre que durante la Primera Guerra Mundial tuvo que dejar su cargo de ministro debido al sangriento fracaso de la operación lanzada contra la península turca de Gallípoli.
Las medidas propuestas por Churchill siguieron siendo tan radicales al comienzo de la Segunda Guerra Mundial como lo fueron en la primera. Una de sus primeras decisiones fue ordenar el hundimiento de la flota del aliado francés vencido para evitar que los buques cayeran en manos de los alemanes; murieron 1297 marineros franceses.
«Si Hitler planeara invadir el infierno –declaró Churchill–, me pronunciaría a favor del diablo en el Parlamento». Y precisamente eso es lo que hizo, concluye su biógrafo Thomas Kielinger. Se alió con el diablo: Stalin. Churchill no tardó en darse cuenta del precio de la victoria. Además de debilitar la economía y el mismo Imperio británico (desencadenó la pérdida definitiva de las colonias), implicaba entregarle la mitad del continente a los rusos. En 1945, el premier británico quería continuar la guerra contra la Rusia soviética. Pero en aquella Europa harta de guerra nadie quiso seguirlo, y menos que nadie los británicos. Perdió las elecciones de 1945. Pero lejos de retirarse, lideró la oposición y en 1951 consiguió volver a ser primer ministro, hasta su retiro definitivo en 1955, con 79 años.
Cómo Churchill pudo soportar unas jornadas de trabajo tan largas con tanta edad, especialmente durante la guerra, también requiere una explicación. John Colville, su secretario personal, contó que el primer ministro le comentó en 1944 que su época de mayor preocupación no fue durante la guerra, sino cuando era secretario de Interior, y que entonces descubrió que el mejor remedio era escribir en un papel todos los asuntos que le preocupaban. Al hacerlo, algunos se revelaban como triviales; otros, como irremediables; y, finalmente, solo de uno o dos merecía la pena ocuparse.
Lo que no perdió nunca fue el sentido del humor. Cuando cumplió 80 años, un periodista de 30 fue a retratarlo y le dijo: «Sir Winston, espero fotografiarlo nuevamente cuando cumpla 90 años». A lo que Churchill, con cara de sorpresa, respondió: «¿Por qué no? Usted parece bastante saludable».