¡A que te mosquea mi cara! Muchos ojos para cerebros pequeños ¿Por qué es casi imposible cazar una mosca? Mira atentamente...
Los insectos voladores cuentan con los ojos más complejos de la naturaleza. Gigantes para el tamaño de sus cuerpos y compuestos por miles de diminutas celdillas oculares, su efectividad roza la ciencia ficción. ¿Cómo nos ven realmente los insectos? ¿Por qué es casi imposible cazar una mosca? Pase y... vea.
Volaba en un mundo de colores cambiantes y formas difuminadas. Con una precisión infalible seguía el plan de vuelo establecido antes de su despegue. Se guiaba por la luz del sol, la velocidad de los objetos terrestres, la dirección y fuerza del viento y los colores de las flores alterados por el espectro ultravioleta. Seis mil ojos transmitían información de forma independiente y simultánea al cerebro, que procesaba a velocidad de vértigo todos los datos para componer una imagen precisa. Su cuerpo cambiaba el ángulo de vuelo y la dirección de la marcha como respuesta inmediata a tales estímulos. Pero no era un ser imaginario de algún planeta inventado ni un robot experimental de la industria armamentística. Era, simple y llanamente, una abeja común.
En el mundo de los insectos y los crustáceos, el concepto de ‘visión’, y aun el término ‘ojo’, adquiere significados muy diferentes a los que acostumbramos. La mayoría de las especies cuenta con los llamados ‘ojos compuestos’, una agrupación de unidades receptivas –algo así como ojos rudimentarios– denominados ‘omatidios’, que dan lugar a los llamativos ojos gigantes y facetados que vemos en moscas, libélulas y otros insectos.
Cada omatidio cuenta con una orientación determinada y transmite la información de su sector espacial de forma independiente. Para obtener una visión de conjunto, los ojos compuestos están formados por centenares e incluso millares de estas unidades más sencillas, de modo que, cuantos más omatidios contenga un ojo compuesto, tanto mejor será la visión. Y esto crea ciertos problemas...
Los omatidios no tienen una lente central, por lo que no pueden enfocar. Y la resolución de la imagen que ofrecen es, así, bastante precaria. Como una foto muy, muy pixelada. Por ello, cuantos más omatidios tenga un insecto en sus ojos compuestos, mejor imagen obtiene. El problema es que los omatidios ocupan espacio, físico y cerebral. Para lograr una imagen con la resolución y calidad con la que ven nuestros ojos, un insecto necesitaría un ojo compuesto de un metro de diámetro y un cerebro capaz de procesar tal flujo de información.
Así, moscas, libélulas y demás ‘parientes’ cuentan con los mayores ojos posibles, teniendo en cuenta sus reducidos cuerpos y sus aún más pequeños cerebros. Con ojos más grandes, no podrían volar ni su cerebro procesar la información. Claro que tener una visión tan perfecta como la de los mamíferos o las aves es algo que a los insectos les resulta indiferente.
Para ver como un humano, un insecto necesitaría dos ojos de un metro de diámetro cada uno, lo que les impediría volar
En sus largos vuelos de reconocimiento en busca de flores, a una abeja le importa poco la forma de los troncos, cultivos, rocas y calles con que se cruce. Su prioridad es la orientación y la diferenciación precisa de las flores que le aporten el polen que desea.
Los omatidios detectan a la perfección las variaciones de luz y oscuridad y captan los colores más allá de lo que lo hacen nuestros fabulosos ojos: pueden ver la luz ultravioleta. En su vuelo, una abeja controla, por ejemplo, con diferentes omatidios la posición del sol, su evolución, la velocidad con la que vuela y la del viento y, al llegar a las flores que busca, cuáles son las que necesita.
Por los primeros datos sabrá cuánto tarda hasta su destino, cuántas horas de luz le quedan para regresar a la colmena sin que anochezca y la posición de su cuerpo durante el vuelo, de forma que ahorre la mayor cantidad de energía ofreciendo la menor resistencia al viento. Los segundos datos le harán ver, con colores que se escapan al ojo humano, qué flores tienen el alimento que precisa.
Su prioridad es la orientación y la identificación exacta de las flores que le aporten el polen que necesita
Y por si no fueran suficientes los ojos compuestos, los insectos cuentan, además, con otros ojos más sencillos: los ojos simples u ocelos, incapaces de distinguir las formas, pero sí de detectar las variaciones en la intensidad de la luz. Son más rápidos e inmediatos a los cambios lumínicos que los ojos compuestos.
Los ocelos –generalmente, son tres y están situados entre los ojos compuestos– detectan cualquier cambio lumínico que rodee al animal, como el movimiento de un enemigo cercano, y mandan de inmediato una señal de alarma. En casos de peligro, la rapidez con la que actúan es tal que su cerebro destina las mayores neuronas del sistema nervioso a procesar su información. Y, pese a las limitaciones de su visión, es difícil acercarse a un insecto sin ser detectado rápidamente. ¿Quién no ha pasado alguna noche en vela por una simple mosca...?.
En la fascinante evolución hacia el extraordinario ojo humano, insectos y crustáceos se quedaron atrás. Pero esto no es nada más que un reflejo de las necesidades reales de estos grupos de artrópodos. Porque si eres un insecto o un crustáceo, con todo este arsenal óptico, ¿a quién le importa la falta de nitidez?.
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