Arte e historia Cuando Rembrandt se puso (muy) oscuro
Al final de su vida, Rembrandt se rebela contra los cánones y crea su obra más melancólica y profunda. Gente corriente, escenas decadentes, trazos imperfectos… Ya no busca halagar a nadie. Tampoco en su vida privada. Viudo, mete en su cama a niñeras y amas de llaves. El pintor en su madurez es un hombre oscuro.
A Rembrandt Van Rijn la vida le dio un quiebro en 1642. Ese año murió su querida Saskia, su mujer durante ocho años de felicidad. Se quedaba viudo, afligido y con un hijo, Tito, de solo un año. El pintor estaba profundamente abatido. Pero el
A Rembrandt Van Rijn la vida le dio un quiebro en 1642. Ese año murió su querida Saskia, su mujer durante ocho años de felicidad. Se quedaba viudo, afligido y con un hijo, Tito, de solo un año. El pintor estaba profundamente abatido. Pero el dolor alimentaba su genio. Cuanto peor le resultó la vida, más deslumbrante fue su pintura.
Fue también 1642 el año en el que concluyó una de sus obras maestras, La ronda de noche o La compañía del capitán Frans Banning Cocq, un cuadro con el que despreció las normas establecidas: los milicianos de la ciudad no posan en fila mostrando los símbolos de su cuadrilla, sino que aparecen arrancando una marcha.
Por eso Rembrandt fue «un genio, como Velázquez, Goya o Miguel Ángel, porque se salió de la norma», explica Teresa Posada, conservadora de Pintura Flamenca y de las Escuelas del Norte del Museo del Prado.
Salirse de la norma tiene un precio. Rembrandt, sobre todo en la última etapa de su vida, dejó de lado la pulcritud y la exactitud que caracterizaba la pintura holandesa de su tiempo y comenzó a utilizar una pincelada expresiva, un empaste grueso, de forma que perdió clientes y comenzó a coleccionar deudas.
Para él habían posado en su década gloriosa –la de los años treinta del siglo XVII– ricos mercaderes, poderosos burgueses, orgullosas organizaciones gremiales e incluso influyentes dirigentes de la rica y protestante Holanda del siglo XVI. Rembrandt, que nunca salió de Holanda, se había convertido en un artista famoso incluso en el extranjero. Ese hombre algo hosco, el décimo de los nueve hijos de un próspero molinero de Leiden (a 40 kilómetros de Ámsterdam), era uno de los reyes del mercado del arte holandés, el más activo y floreciente del momento.
Había aprendido con el pintor Pieter Lastman la magia del claroscuro de Caravaggio y no tardó en destacar al llegar a Ámsterdam desde Leiden. Rembrandt tenía una habilidad sorprendente para pintar los tejidos, el cuero, los encajes, el brillo de las perlas. Y tenía algo más: un dominio total sobre la luz, sobre cada mota, sobre el efecto que produce al posarse en el metal, la madera, la piel, el papel, las plumas… «Parece que sale fuego de dentro de sus cuadros», comenta Posada.
Ese fuego se fue apoderando de él con el paso de los años. Se dejó llevar por la fuerza de su genio y abandonó los convencionalismos. No era un tipo simpático. Su matrimonio con Saskia, heredera de un buen dinero, le abrió camino a los círculos de la burguesía, pero Rembrandt nunca se esforzó por halagar a nadie, y tampoco le tembló el pulso cuando tuvo que pleitear con sus clientes.
La muerte de Saskia marcó su devenir, en lo privado y en lo artístico. Tras morir ella, tuvo una atribulada relación con la niñera de su casa, Geertje Dircx, y poco después, e incluso a la vez, con el ama de llaves, Hendrickje Stoffels. Con ella tuvo una hija, Cornelia, pero nunca se casaron: el veto de Saskia –su mujer le impuso que no volviera a casarse para legarle su fortuna– fue efectivo. Esta relación, mal vista por la puritana sociedad calvinista, también contribuyó a su aislamiento de los últimos años.
Su obra tardía es más melancólica, profunda e íntima, menos espectacular que la de sus comienzos. A Rembrandt le invade «la ternura, la compasión. Quiere mostrar el alma de los modelos», explica Carmen Cámara, autora de Rembrandt, genio del claroscuro, pero no todos encuentran un valor en ello.
En 1671, el crítico Jan de Bisschop se indignó porque había pintado una Danae «como una mujer desnuda con el vientre hinchado, los pechos colgando y las marcas de las ligas en la piernas». Otros críticos lo acusaron de «escupir al ojo del decoro clásico».
Como Caravaggio, Rembrandt puso el rostro de gente corriente a personajes bíblicos. Le atraía la imperfección, la ruina, la decadencia, las arrugas, los líquenes adheridos a los ladrillos, las maderas combadas, la flacidez…
Según el crítico Simon Schama, autor de Los ojos de Rembrandt, documental de la BBC, el pintor utilizaba un acabado provocadamente inacabado, y en Mujer bañándose en el arroyo «inventó incluso la antipose», haciendo de las diosas de la Antigüedad mujeres de carne y hueso, en un paseo inédito por los límites entre el arte y la vida real.
La pérdida de encargos y su fiebre coleccionista –su casa parecía una almoneda caótica y extravagante y llegó a tener hasta un mono– lo llevaron a la bancarrota. Tuvo que trasladarse a un piso modesto y permitir que Tito y Hendrickje lo mantuvieran. Pintaba sobre todo para amigos –como el acaudalado magistrado Jan Six– y para sí mismo. Las obras tardías muestran a muchos ancianos, atmósferas veladas e íntimas y colores más tenues.
En 1662 murió Hendrickje y en 1668 su hijo Tito. Para Rembrandt significó el colmo de la tristeza. Falleció un año después, a los 63 años. En su último cuadro, El cantar de Simeón, un anciano con un bebé en brazos parece despedirse; podría ser él con su nieta Titia: una manera tierna y artística de decir adiós.
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