Partió de Florencia en octubre de 1301. Viajaba a Roma en una comitiva diplomática que buscaba convencer al Papa para que se pusiera del lado de los güelfos blancos en las disputas políticas florentinas. Aquel viaje torció su destino para siempre. Dante no regresó
a su ciudad.
Florencia –como toda la Península Itálica– era en el siglo XIII un avispero de enfrentamientos políticos en el que el grandísimo poeta italiano se zambulló del todo. Era su sino: su nombre completo era Durante di Alighiero degli Alighieri (que significa 'partidario de los güelfos').
Los güelfos eran los seguidores de los duques de Baviera –de la casa de Welf– en la pugna por las riendas del Sacro Imperio Románico Germánico. Sus rivales eran los gibelinos, partidarios de los duques de Suabia, de cuyo solar de Waiblingen deriva el término 'gibelino'. Italia pertenecía a ese imperio, compartía sus luchas y añadía las propias. Para mayor enredo y rivalidad, los güelfos se dividían (y odiaban) en blancos y negros. Había hostilidades entre la nobleza feudal y antipatías entre las ciudades. Había también disputas entre el poder terrenal (de los reyes) y el celestial (de los papas). De ahí que Dante viajara a Roma.
El florentino se había impregnado de política desde niño –su padre era un güelfo blanco destacado– e incluso combatió en la batalla de Campaldino que derrotó a los gibelinos en Arezzo. La política le interesaba tanto que en 1295 se inscribió en el gremio de los boticarios porque para participar de lleno en ella había que pertenecer a un gremio.
La política, el amor, la poesía y el conocimiento son pilares de la vida de este creador magistral, «más insolente, orgulloso y audaz que ningún otro poeta anterior o posterior», en palabras del crítico Harold Bloom. Cuando partió a Roma en aquel fatídico viaje de 1301, Dante no sabía que el pontífice Bonifacio VIII tenía sus propios planes para Florencia: ansiaba anexionarla a los Estados Pontificios y se había compinchado con los franceses. Carlos de Valois tomó Florencia mientras Dante estaba en Roma.
Lo condenaron al destierro, lo acusaron de malversador mientras había ostentado cargos en el Consejo Especial del Pueblo y en el Consejo de los Ciento. Había logrado cierta categoría política: había llegado a ser uno de los seis altos magistrados de Florencia.
Confiscaron sus bienes y lo sentenciaron a ser quemado vivo si se le ocurría regresar. Dante murió 20 años después de aquel viaje a Roma que lo condenó al exilio. Fueron dos décadas de peregrinaje (estuvo en Verona, Siena, Pisa, Arezzo, Forlí, Rávena...), de rabia y de pena por vivir de prestado, de añoranza por su patria, de ira hacia sus enemigos.
Todo lo plasmó en su obra cumbre, la Divina comedia, «resumen de una vida, de un amor, de un pensamiento y de una concepción del mundo, así como de la fe y la esperanza de un cristiano», según Nicolás González Ruiz, prologuista de la nueva versión de la editorial BAC. «Tiene algo de juicio universal, de enciclopedia de todos los saberes de su tiempo. Toca todos los aspectos posibles de la realidad», opina Jorge Gimeno, traductor de la nueva edición de Penguin Clásicos.
La Divina comedia es todo eso y es también un ajuste de cuentas. A sus enemigos, Dante los sumerge en lava ardiente o los obliga a correr desnudos mientras les pican insistentes avispas y moscas y su sangre mezclada con sus lágrimas resbala por sus cuerpos y alimenta a hambrientos gusanos. Se comprende por qué existe el término 'dantesco'.
El poeta florentino condena a sus enemigos a un infierno donde reinan los tormentos más crueles y sádicos. Al papa Bonifacio VIII, por ejemplo, el pontífice que lo traicionó, lo ubicó en el círculo octavo del Infierno, cabeza abajo en las grietas de una roca. Para Dante, la peor de todas las faltas era la traición.
Cuánta imaginación, sabiduría, dominio del verso, emoción y erudición hay en la Divina comedia. Cuánta ira y rencor también. Harold Bloom lo llamó «el exaltado Dante». Claudio Magris aludió a su cólera, «inseparable de la tensión moral, del sentimiento profundo de la vida, de la historia y de la grandeza del alma». «Es el mayor poeta de Occidente. Mientras Homero y Shakespeare a veces sestean, él no», añade Jorge Gimeno.
Siete siglos después, la Comedia –Dante la llamó así porque no es una tragedia, ya que el final es feliz; lo de 'divina' se lo añadió Boccaccio– sigue entregando sabiduría y conocimiento. Es impresionante la erudición de Dante. Domina los mitos, la historia, la filosofía, la religión, la mística. Aparecen allí Virgilio (su acompañante junto con Beatriz en el periplo divino), Homero, Augusto, Heráclito, Cleopatra, Epicuro, Medusa, Nabucodonosor, San Agustín, Ramón Berenguer, Carlomagno... Y ese vasto conocimiento lo enhebra y cimenta en una arquitectura complicadísima, matemática, fascinante.
Su estructura es un hechizo en torno al tres, el número de la Trinidad cristiana. Hay tres protagonistas principales: Dante, Virgilio y Beatriz. Se divide en tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso, cada una dividida en 33 cantos compuestos de tercetos encadenados. Y hay nueve (tres veces tres) círculos infernales, nueve plataformas purgatoriales y nueve cielos paradisiacos en los 99 cantos.
Otra audacia fue escribirla en toscano (que luego fue matriz del italiano). «Quiso crear un patrón lingüístico y crear lazos de unión para conformar un estado fuerte en el seno del Sacro Imperio Romano Germánico», afirma la historiadora María Pilar Queralt del Hierro.
Según Jorge Gimeno, esta obra «contiene todos los registros poéticos, líricos y dramáticos, todas las habilidades poéticas». Antes que político, Dante fue poeta. Militó en el movimiento dolce stil nuovo de los poetas italianos de la segunda mitad del siglo XIII, hacedores de versos en torno al amor, idealizadores de la belleza, amigos del franciscanismo y su atracción por la naturaleza.
En sus poemas emerge, claro, Beatriz, la niña a la que vio cuando él tenía 12 años y ella 9 y que para él personificó el amor. No la cortejó, no la besó, se cree que ni siquiera cruzó una palabra con ella. Pero la adoró, la convirtió en heroína, la santificó por los siglos de los siglos. Ante ella, «todo destella y lo entiende mi mente iluminada», escribe de su amada.
Beatriz, hija del acaudalado florentino Folco Portinari, se casó con el banquero Simone dei Bardi y murió joven, en 1290. Al año siguiente, Dante también se casó, con Gemma Donati, a quien no menciona en sus textos. Tuvieron cuatro hijos, tres chicos y una chica, Antonia, que se hizo monja y adoptó el nombre de... Beatriz.
No menciona a su mujer, pero sí escribe de Giuletta, Pietra, Pargoletta o Lisetta. ¿Tuvo otros amores, además de su platónico romance con la perfecta Beatriz? Parece que no. Esos nombres femeninos «son invenciones literarias», aclara Jorge Gimeno.
El amor fue uno de los ejes de su obra, pero también Dante vertió sus ideas en sus textos. Sobre el estilo, la lengua y el sentimiento poético reflexiónó en De vulgari eloquentia. En el ensayo De monarchia explica su convicción de la necesidad de una monarquía universal autónoma, fuerte, independiente y pacificadora. En toscano (los stilnovistas propagaron la lengua vernácula), Dante escribió Convivio, donde cavila sobre filosofía y sabiduría; han calificado este ensayo como el primer texto de prosa científica en lengua vulgar en Italia. «No se hace ciencia sin retención de lo que se ha entendido», dejó escrito. Nos legó también una especie de autobiografía: Vita nuova.
A través de su gigante epopeya en verso también Dante deja caer algunos detalles de su vida. Por ejemplo, menciona a sus benefactores, como el príncipe Guido Novello da Polenta, que lo invitó a Rávena en 1318. Para este príncipe se enroló de nuevo Dante en una misión diplomática. Viajó a Venecia para tratar sobre un pleito en la propiedad de unas salinas. En ese viaje contrajo la malaria, que acabó con él en 1321, sin haber logrado regresar a su querida Florencia. Se lo habían ofrecido, pero con deshonor: debía confesar culpas y humillaciones para volver y lo rechazó con firmeza. Murió en Rávena y allí está su tumba, aunque Florencia lleva siglos reclamando su cuerpo.
Su obra ha influido en Petrarca, Boccaccio, (que escribió una de sus primeras biografías), los románticos, T. S. Elliott y otros muchos. «El siglo inmediato a su muerte y el XX fueron los que mejor lo entendieron», cuenta Jorge Gimeno. Y añade un augurio: «El futuro no podrá no leerlo».
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