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90 años del voto femenino «Soy mujer antes que republicana» El «pecado mortal» que no le perdonaron a Clara Campoamor

Era nieta de una portera de Madrid, pero gracias a su inteligencia y tesón logró lo que parecía imposible: el voto femenino. Defendió el principio de igualdad por encima de los intereses de partido y pagó un alto precio por ello: el aislamiento y la soledad. Fue, como ella mismo dijo, «su pecado mortal».

Viernes, 28 de Abril 2023, 12:08h

Tiempo de lectura: 6 min

Habla mejor que el señor cura», exclama una mujer en un mitin de Clara Campoamor, la abogada y diputada del Partido Radical que ha hecho posible que las mujeres voten por primera vez en las elecciones municipales parciales del 23 de abril de 1933. Seis meses más tarde lo harán todas las españolas en las legislativas del mismo año. [En la imagen que abre este reportaje, Campoamor en los años veinte].

Clara recorre la provincia de Madrid al volante de su propio coche, algo inusual en esos tiempos; la acompaña su amiga, la abogada suiza Antoinette Quinche, deslumbrada por el gran avance de las españolas al conseguir el sufragio. «Un país que nos adelanta», escribirá luego en La Tribuna de Lausanne. Años después, en 1959, ella también será la artífice de que en el cantón de Vaud, donde vive, las mujeres consigan el sufragio 12 años antes que el resto de las suizas.

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Entre los iconos de la época. En 1930, Clara Campoamor entre Azaña y Unamuno tras una tertulia –conocida como 'la cacharrería'– en el Ateneo de Madrid.

La hija de la modista

«Antes de hacer nada, tuvo que hacerse a sí misma», decía Campoamor de su admirada Concepción Arenal. Y al afirmarlo hablaba, inconscientemente, de su propia experiencia porque Clara no pertenecía a una familia ilustrada como la jurista gallega, aunque, como ella, entendía que solo la educación puede sacar a la mujer del ámbito doméstico, donde incuba su marginación.

Nieta de una portera del madrileño barrio de Malasaña, hija de modista, fue su padre el que vislumbró en esa niña precoz una enorme capacidad intelectual: «Hay que educarla bien, hacer que estudie». Pero el padre fallece de repente y los estudios se desvanecen. Clara tiene 10 años cuando se pone a trabajar de modista y de dependienta para ayudar a su familia. «Esfuerzo y tesón», será su lema.

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La chispa del feminismo. Varias mujeres muestran papeletas de voto. El sufragio femenino fue aprobado durante la Segunda República, en la Constitución de 1931, y las mujeres pudieron ejercer por primera vez su derecho al voto en las elecciones generales de noviembre de 1933.

Cumple los 20 cuando el gobierno del liberal Canalejas, bajo el reinado de Alfonso XIII, suprime la autorización para que las mujeres accedan a toda clase de estudios. Clara se presenta a la oposición de profesora de Mecanografía y Taquigrafía, consigue la plaza y comienza una actividad frenética. Trabaja de funcionaria y de secretaria en el diario La Tribuna, traduce obras del francés y se vincula a los grupos intelectuales que ya pululan por el Ateneo de Madrid.

Tanta vida exprimida en el trabajo y el activismo le permiten una pausa: decide estudiar. En solo seis meses aprueba los seis cursos de bachillerato, se matricula luego en la Facultad de Derecho y recibe la licenciatura tres años más tarde. A los 37 años es la segunda mujer, después de Victoria Kent, en colegiarse en Madrid. Ya es conocida, pronuncia conferencias –Antes de que te cases, La nueva mujer ante el derecho...– y defiende la demanda de divorcio de Josefina Blanco, mujer de Valle-Inclán, y la de Concha Espina. Solo le queda una trinchera por asaltar: la política. En lo ideológico, se define como liberal y republicana, pero siempre matiza: «Soy ciudadana antes que mujer, mujer antes que republicana».

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Amigas y feministas. Campoamor y Antoinette Quinche se conocieron en 1929 en Ginebra. La suiza vino mucho a España y, tras la Guerra Civil, acogió a su amiga en Lausana.

La República llega en abril de 1931 y en junio se convocan elecciones a las Cortes, con un decreto de por medio que reduce a 23 años la edad electoral del varón y concede la calidad de elegibles a los sacerdotes y a la mujer. Clara encabeza la lista por Madrid del Partido Radical Republicano. Sale elegida con un programa social intenso. Hay otra diputada más en la Cámara, la abogada Victoria Kent, del Partido Radical Socialista; más tarde llegará Margarita Nelken por el Partido Socialista. Solo tres mujeres, «nada más –dirá Clara–, las que merecieron la graciosa condescendencia masculina».

El partido la designa para participar en la Comisión Constitucional, donde se elaboran los proyectos que luego van a discusión parlamentaria. El trabajo que realiza es ímprobo y las discusiones, agotadoras. Finalmente consigue sacar adelante el divorcio, la igualdad civil de los sexos y la económica de los hijos naturales y de los ilegítimos. Por fin llega la gran batalla definitiva: el derecho al voto femenino.

Como abogada defendió la demanda de divorcio de la mujer de Valle-Inclán. Solo le quedaba una trinchera por asaltar: la política

Los ánimos se han caldeado, el Partido Radical en el que milita Clara ya no mira con tan buenos ojos la propuesta sufragista. Republicanos y socialistas la ven con temor, argumentan que las mujeres votarán a las derechas impulsadas por sus confesores. Y, por ironías de la historia, son precisamente dos mujeres, Margarita Nelken y Victoria Kent, las encargadas por sus partidos de proponer aplazar la concesión del voto. El enfrentamiento dialéctico entre Campoamor y Kent se aprovecha para denostarlas antes y después del debate. En un ejercicio generalizado de misoginia, la prensa dispara: «Dos mujeres solo en la Cámara y ni por casualidad se ponen de acuerdo».

El 1 de octubre es la fecha, el gran día del «histerismo masculino», como lo bautizó Campoamor. Victoria Kent sube a la tribuna. «Si aplazamos el voto femenino, no se comete injusticia alguna. Entiendo que la mujer para encariñarse con un ideal necesita tiempo de convivencia con la República». Clara contesta: «Lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, la señorita Kent, comprendo la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en trance de negar como ha negado la capacidad inicial de la mujer [...]. ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar?».

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Victoria Kent. En 1931, Campoamor y Kent eran las dos únicas diputadas del Congreso. Como tal, Kent fue encargada por su partido de argumentar en contra del sufragio femenino.

Por 161 votos contra 121 el Parlamento aprueba el derecho al voto, con una abstención del 40 por ciento. La mayoría del Partido Radical lo hace en contra. La derecha y los socialistas, a favor. Las españolas han vencido, Clara ha vencido, pero el sufragio femenino será su pecado mortal, imperdonable, como ella analizará después en su libro El voto femenino y yo: mi pecado mortal.

La hora de la venganza

En las elecciones de 1933, la derecha gana las elecciones. Los diputados hostiles a la concesión del voto redoblan el ataque contra Campoamor. El Partido Radical la saca de sus listas, pero Lerroux –presidente de la República– le ofrece la Dirección General de Beneficencia. Apenas dura un año, dimite por la represión en Asturias y abandona el partido. Inasequible al desaliento, pide el ingreso en Izquierda Republicana, pero el partido de Azaña no le perdona la defensa sufragista y se lo deniega. Su vida política ha terminado.

El levantamiento de 1936 la sorprende en Madrid, vive la retaguardia, los paseos mortales y las checas, y lo escribe ayudada por su amiga Antoinette Quinche, un testimonio lúcido sobre los errores de la República, el fanatismo de izquierdas y el de derechas. Tras una estancia corta en Lausana, deja allí a su madre y se instala en Buenos Aires, trabaja en un bufete, traduce y escribe artículos literarios.

Hacia los años cincuenta intenta regresar a España. Viaja a Madrid y se entrevista con el Tribunal de Represión de la Masonería. Se la acusa de ser masona, le proponen 12 años de cárcel o que delate a sus compañeros de la Logia. Nunca más pretenderá el regreso. Se instala en Lausana con su amiga Antoinette, imparte un curso de literatura, pero la nostalgia la va minando.

Antes de fallecer en 1972, el 7 de julio de 1971 escribe: «Todo el lago Lemán, todas las montañas y selvas las cambiaría yo por 'la cacharrería' (tertulia) del Ateneo o por una buena discusión entre nosotras, entre cuatro paredes o en torno a una mesa de café».


La mujer que incomodaba por igual a la izquierda y la derecha

Una voz lúcida entre las dos españas

La independencia es un compromiso que se paga a muy alto precio. Su libro La revolución española vista por una republicana fue incómodo para la izquierda y la derecha, y le costó a Campoamor amistades y marginación. Se trata de un testimonio lúcido y ponderado de una liberal que vive el Madrid anárquico de 1936. Analiza las causas de la debilidad gubernamental y el terror de los asesinatos indiscriminados. Lo escribió Clara a orillas del lago Lemán. Se publicó en francés en 1937, la edición fue retirada casi en su totalidad por decisión de la autora, y no fue hasta 2005 cuando apareció la primera edición en español.


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