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Animales de compañía

Nalgas y taburete

Juan Manuel de Prada

Viernes, 28 de Julio 2023, 10:03h

Tiempo de lectura: 3 min

El historietista Francisco Ibáñez solía expresar de forma jocosa pero veracísima el secreto del éxito artístico:

–¿Sabéis cuál es el matrimonio perfecto? El que hay entre mi taburete y mis nalgas.

En efecto, quien desea triunfar en cualquier disciplina artística no tiene otro remedio que echar muchas horas de trabajo árido y sin brillo, muchas horas de dedicación callada a su oficio, criando una próstata (o lo que se críe cuando no se tiene próstata) del tamaño de un melón. No hay otra forma de dominar un arte sino logrando la alquimia entre la inspiración y el oficio; una alquimia en la que la inspiración tiene que ser primero acatada, después domeñada, ya por último sostenida y aun sustituida por la abnegación y el sacrificio, por la constancia y la disciplina. Y todo ello logrando, además, que el oficio no degenere en pura rutina. No es una tarea sencilla, vive Dios.

La inspiración no es un fuego que por un instante nos incendia y exalta

Por supuesto, para ser artista –como, por lo demás, para desempeñar cualquier profesión u oficio– hay que tener un talento natural, hay que estar bendecido por el quid divinum; de lo contrario, ese matrimonio entre nalgas y taburete al que se refería Ibáñez se vuelve «rato y no consumado». Pero, sin mentalidad de galeote amarrado al duro banco del arte, no existe posibilidad de que una vocación artística prospere; por eso hay tantas vocaciones que se quedan en flor de un día, en un chisporroteo tan fulgurante como efímero, para después amustiarse perpetuamente; o bien quedarse en el alarde diletante y guadianesco, que sobrevive gracias al chispazo cada vez menos asiduo de la inspiración. Pero la inspiración no es un fuego que por un instante nos incendia y exalta, hasta que se consume y nos deja otra vez a oscuras; la inspiración es un fuego cuyo rescoldo hay que aprender a mantener encendido, insuflándole nueva vida. Y esa vida sólo se la puede infundir el trabajo perseverante, ese matrimonio entre el taburete y las nalgas del que hablaba Ibáñez. He conocido a muchos escritores dotados de un talento excepcional que pensaron que podrían sostener una carrera con tan sólo dejar que su genialidad se expresase, desbordante e irresistible. Y todos acabaron de igual modo, calcinados en su chisporroteo, con la musa completamente exhausta y corroídos por el resentimiento (pues nada amarga más al genial artista malogrado que contemplar a otros menos dotados que él que, sin embargo, lograr sostenerse, trabajando a destajo).

Por supuesto, este matrimonio perfecto de nalgas y taburete del que venimos hablando, que garantiza el éxito artístico, no garantiza el éxito mundano. De hecho, la mayoría de las veces (sobre todo en épocas tan corrompidas como la nuestra) el éxito mundano se logra a través del aspaviento y el postureo sistémicos (o sea, dando a las masas cretinizadas una ración de las paparruchas en boga). El éxito mundano prefiere luminarias efímeras antes que rescoldos duraderos, porque la luminaria, en volandas de su vanidad, siempre es más fácil de halagar y también de ordeñar, está más predispuesta a dejarse utilizar, a cambio de prolongar un poco más su brillo. De ahí que cada vez sea más extraño que los artistas se entreguen a obras de largo aliento y ambición descomunal que empeñen sus facultades durante muchísimo tiempo, obligándolos a permanecer lejos de los focos, enfrascados en un trabajo callado que tal vez sea un éxito artístico, pero que desde luego no les granjeará el aplauso mundano. Y, en una época tan corrompida como la nuestra, este artista de nalgas unidas en perfecto matrimonio a su taburete será incluso considerado un pobre pringado, encerrado en una ‘torre de marfil’ que a nadie interesa; pues lo que hoy se estila son las torres que arden muy rápidamente, con gran pompa y pirotecnia mundanas, al estilo de una falla valenciana.

Es verdad que la búsqueda del éxito artístico sin éxito mundano resulta mucho más áspera e ingrata; pero también proporciona satisfacciones mucho más hondas. Y la más honda de todas es (quien lo probó lo sabe) renunciar a sabiendas al éxito mundano, sacrificándolo todo al éxito artístico. A veces, cuando las nalgas duelen después de tantas horas de taburete, el artista puede llegar a pensar que es una voz que clama en el desierto; pero entonces debe recordar aquello que escribió Unamuno: «Pero el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte». Creo que esta enseñanza, que vale desde luego para el artista, vale para cualquier oficio y para cualquier persona.