Viernes, 28 de Marzo 2025, 10:34h
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Cantaba Miguel Bosé, en una canción de mi juventud, que «los chicos no lloran», pero lo cierto es que siempre han llorado, aunque sea por motivos tasados (que, al menos antaño, eran motivos fundamentados y acordes con los mandatos del alma). En esta época sórdida y sensiblera, en cambio, los chicos lloran por cualquier mamarrachada; porque el emotivismo ambiental ha arrasado la entereza del varón, convirtiéndolo en una parodia feble (que ya es decir) de aquel Boabdil famoso a quien su madre tuvo que afearle las lágrimas de chisgarabís.
Cuando proceden de los manantiales del dolor genuino, las lágrimas ennoblecen
Leo que el futbolista reconvertido en sollastre Gerard Piqué, mientras declaraba ante el juez como imputado por algún pelotazo o pelotera saudí, rompió de repente a llorar, no sé si como hombre o como cocodrilo. Cuenta Plinio el Viejo, en su Historia natural, que «los cocodrilos, en viendo al hombre… lloran»; de donde vino la expresión 'lágrimas de cocodrilo', que ya utilizaban los griegos, cuando se finge un dolor no sentido. Pero imagino que el futbolista reconvertido en sollastre lloraba muy sentidamente porque le habían descubierto el hedor de su olla podrida; así que sus lágrimas más bien serían de hombre que llora sus villanías, no sé si por rabia de que se las hubiesen descubierto o por miedo a las consecuencias penales de tal descubrimiento (lo que parece mucho más probable).
Los hombres a la antigua usanza sólo lloraban por dolores morales: por los pecados cometidos, por la persona amada que se fue, por la foto desvaída o la flor prensada que esa persona dejó olvidada en un libro. Cuando procede de los manantiales del dolor genuino, o de la nostalgia del bien perdido, las lágrimas ennoblecen, porque las fuertes conmociones del alma necesitan la purificación del llanto, que si se retiene acaba envenenándonos por dentro; de lo contrario, las lágrimas sólo suscitan alipori y desprecio. Hay que compadecerse de los hombres que han perdido el don de las lágrimas; pero a quienes lo han convertido en un grifo para poner en remojo sus paparruchas y mangoletas sólo debemos tributarles nuestro asco (o invitarlos a inscribirse en un taller de nuevas masculinidades, para que aprendan a llorar a capela con otros como ellos).
Los trasiegos y baqueteos de la vida van endureciendo el corazón, pero siempre queda en nosotros un archivo de lágrimas para acompañar los grandes dolores, a no ser que nos hayamos convertido en estatuas de mármol. Los antiguos paganos creían que las lágrimas eran la sangre del alma; y las recogían en delicadas vasijas de terracota o alabastro que llamaban lacrimatorios (los he visto en las vitrinas de algún museo, con las lágrimas –claro está– ya evaporadas). El lacrimatorio se colocaba debajo del lagrimal del agonizante, que derramaba allí dentro esa última lágrima con la que despedimos este valle de lágrimas o saludamos los valles más amenos de ultratumba; y sus familiares pensaban que así atrapaban su alma evanescente. El cristianismo dejó atrás esta superstición; pero siempre rindió tributo a las lágrimas, que consideró signo de arrepentimiento y conversión, sobre todo cuando acompañan la plegaria contrita.
Jesús lloró al menos en tres ocasiones que lo merecían con distintas formas de llanto: al conocer la muerte de su amigo Lázaro, derrama un llanto de lágrimas sigilosas, que los griegos designan con el verbo klaίω (y así aparece en los Evangelios); pero cuando deplora los pecados de Jerusalén lo hace con sollozos y gemidos que se expresan a través del verbo sakρύω; y lo mismo le ocurre cuando llora angustiosamente en Getsemaní, suplicando al Padre que lo libre de la muerte. Así que, habiendo llorado Jesús hasta tres veces y con expresiones diversas, no hay duda de que las lágrimas son una muestra de humanidad bienhechora y saludable. Y no debemos olvidar tampoco la bienaventuranza que el mismo Jesús proclamó, desde lo alto de la montaña: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados». Es verdad que el pueblo judío es de natural propenso a las lágrimas, como se prueba leyendo el Antiguo Testamento –por ahí anda Jeremías llorando lo suyo–, y que siempre anda buscando un muro de las lamentaciones que echarse a la cara. Pero no creo que Jesús, ni siquiera perteneciendo a un pueblo con tan fácil don de lágrimas, incluyese en la bienaventuranza a los llorones de ollas podridas, ni tampoco a la caterva de las nuevas masculinidades.
La semana que viene probaremos a hablar de las lágrimas varoniles en nuestra literatura; o sea, de las lágrimas de la antigua masculinidad.
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