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Animales de compañía

Justicia cervantina

Juan Manuel de Prada

Viernes, 21 de Marzo 2025, 10:17h

Tiempo de lectura: 3 min

El Quijote es el clásico por antonomasia y la gran obra maestra de la literatura española. Pero, cuando decimos del Quijote que es un «clásico» o una «obra maestra», ¿qué estamos diciendo en realidad? Desde luego, se trata de una novela llena de bondades literarias, con personajes llenos de vida que, tantos siglos después, siguen siendo el mejor retrato del alma española; pero no solamente. Cuando decimos que el Quijote es el «gran clásico» de nuestra literatura y una obra maestra sin parangón, queremos decir que no sirve sólo para nuestro deleite estético, sino también como brújula en el camino de la vida. El Quijote orienta nuestra andadura vital, ilumina nuestro pensamiento, no hay cuestión medular que los seres humanos nos planteemos que Cervantes no aborde en el Quijote, de forma clarividente. Por eso, leer el Quijote se constituye en una experiencia vital reveladora.

No hay cuestión medular que nos planteemos que Cervantes no aborde en el 'Quijote'

Una de las cuestiones a las que Cervantes dedica constantes reflexiones es la justicia. Hay tantas referencias a cuestiones jurídicas en el Quijote que podríamos llegar a pensar que su autor era jurisperito; pero más probablemente su conocimiento esté ligado a los muchos descalabros legales que padeció (recordemos que el Quijote fue concebido en la cárcel) y, desde luego, a su inteligencia natural. Por supuesto, Cervantes es contrario al barrizal positivista que ha gangrenado la noción de justicia: «No hagas muchas pragmáticas –aconseja don Quijote a Sancho, recién nombrado gobernador de la ínsula Barataria–, y si las hicieres procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y se cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen». Que es, exactamente, lo que sucede en nuestra época, hija degenerada de los movimientos codificadores y el constitucionalismo, ahogada en un enjambre de leyes, decretos y reglamentos que, paradójicamente, desembocan en la anomia (que es la estación final del barrizal positivista). Así se explica la incapacidad de nuestras leyes para erradicar o contener fenómenos corrosivos de la comunidad política –como las intentonas independentistas o la inmigración–, para impedir la especulación o el acaparamiento de la propiedad, para defender instituciones como el matrimonio o la patria potestad. Diríase que el enjambre leguleyo que hoy padecemos ha sido urdido más bien para fomentar tales calamidades.

Frente a este barrizal positivista, Cervantes aboga por el uso de la equidad, en la mejor tradición aristotélica, que nos enseña –según leemos en la Ética a Nicómaco– que «lo equitativo es justo, pero no en el sentido de la ley, sino como una rectificación de la justicia legal». Desgraciadamente, la pretensión racionalista del positivismo, que aspira a regular hasta los más mínimos detalles de nuestra vida, con abrumador y paralizante casuismo, ha acabado con la equidad; de ahí la sensación que tenemos de que las leyes nos fiscalizan y de que los jueces son meros robots que las aplican a ciegas, como monstruos de rigorismo. «Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad –recomienda don Quijote a su escudero–, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo». En efecto, para encontrar ese sentido de la equidad que rectifica la justicia legal sin abolirla, hay que saber encajar justicia y misericordia; pues, como nos enseña Santo Tomás, «justicia sin misericordia es crueldad, y misericordia sin justicia es disolución». Ambas se deben atemperar la una a la otra, ¿pero cómo?

Cervantes también nos brinda una respuesta a este difícil encaje: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia». Se trata de suavizar la aplicación de la justicia, no abolirla aplicando un perdón discrecional; pues la misericordia deja de ser virtud cuando se convierte en pasión o emoción, como ocurre en nuestra época, cuando se invoca no para doblar la vara de la justicia, sino para quebrarla. La misericordia no es lenidad que mina el vigor de la justicia, sino un suave bálsamo que evita el rigor gratuito, la humillación, el ensañamiento, la ofensa superflua; pues, al fin, también el delincuente es, como nosotros mismos, «hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra».

Impresionan siempre las lecciones de Cervantes; e impresiona todavía más que los españoles las desdeñemos.