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ANIMALES DE COMPAÑÍA

'Dunkerque'

Juan Manuel de Prada

Lunes, 02 de Octubre 2017

Tiempo de lectura: 3 min

Seguramente, entre todas las películas del pasado verano (no incluyo bodrios galácticos o de superhéroes), la más exitosa haya sido Dunkerque, una recreación del célebre episodio bélico dirigida por Christopher Nolan. Aunque el director siempre me ha despertado reticencias, acudí con mucha curiosidad a ver la película, pues la evacuación de las tropas inglesas en Dunkerque es uno de los episodios más determinantes de la historia contemporánea (casi tan importante como la batalla de Stalingrado y, desde luego, mucho más importante que el desembarco de Normandía con el que los yanquis nos han martilleado las meninges); pues fue en Dunkerque donde Hitler –que allí pudo hacer fosfatina al ejército británico– empezó a perder la guerra. Dunkerque me resultó una película mediocre, por momentos mostrenca, y desde luego inepta en sus pretendidas virguerías narrativas. Nolan, para poner palotes a los gafapastas, alterna tres acciones que no son simultáneas (la primera se extiende a lo largo de toda una semana, la segunda se desarrolla durante un día, la tercera apenas abarca una hora) y, al barajarlas, incurre en un empachoso zurriburri. Por lo demás, Nolan rehúye hacer una película épica, consciente de que presentar la evacuación de las tropas como una hazaña resultaría ridículo; pero se las arregla para que el repliegue británico no resulte del todo indecoroso e incluye alguna mistificación de bulto (exagerando, por ejemplo, el papel de barcos pesqueros y de recreo en el salvamento de las tropas). Pero tales mistificaciones son licencias comprensibles en una película; pues de lo que se trata es de alcanzar un clímax aceptable. El éxito de Dunkerque resulta especialmente llamativo por dos razones que sirven para explicarnos el clima espiritual de nuestra época. Resulta llamativo, en primer lugar, porque muchos de sus personajes son presentados de forma poco heroica. Recurren a las más diversas tretas para escaquearse del combate y ser evacuados antes que nadie (¡antes incluso que los heridos!) o padecen crisis nerviosas que los tornan egoístas y cobardones. No se nos escapa que en una guerra tales comportamientos deben ser frecuentes; pero lo que resulta chocante es que a través de su exhibición se logre la identificación de los espectadores (pues el éxito de una película dramática se cifra sobre todo en que la audiencia se conmueva con las tribulaciones de sus protagonistas). Indudablemente, si tales comportamientos provocan empatía es porque los espectadores consideramos que, puestos en la misma tesitura, haríamos exactamente lo mismo. Pero nadie sabe a ciencia cierta si, ante peligros que no ha vivido, reaccionaría con gallardía o pondría pies en polvorosa; de hecho, la historia está plagada de presuntos valientes que se comportaron de forma pusilánime ante el peligro, y también de presuntos cobardes que mostraron una gallardía inaudita. La razón por la que nos identificamos con esos comportamientos tan poco heroicos es, a mi juicio, de otra índole mucho más inquietante: tiene que ver con nuestras ansias infinitas de paz, con nuestro rechazo visceral de todas las guerras, con nuestra condena tajante de toda forma de violencia. Ya nadie (o casi nadie) se detiene a considerar que hay guerras justas, paces execrables, violencias tristemente necesarias. Esta actitud revela, en el fondo, una pavorosa gangrena social; y, sin duda, es un instrumento explosivo en manos de nuestros enemigos, que saben que nuestro fofo pacifismo es el mejor augurio de su triunfo. El éxito de Dunkerque resulta también  llamativo por otra razón. Se trata de una película en la que el enemigo nunca tiene rostro. Algunos críticos inanes se han explicado esta ausencia como una blandenguería de Nolan, que no habría querido ofender a los alemanes (¡como si los alemanes, después de ver mil películas de nazis protervos, no hubiesen criado callo!). Pero la explicación es mucho más desasosegante: en realidad, Nolan –un cineasta plenamente sistémico– oculta al enemigo porque no quiere indagar en las causas por las que Hitler evitó masacrar a las tropas británicas, que tenía arrinconadas y a su merced en Dunkerque. Sabe que si indagase en tan peliagudo asunto llegaría a conclusiones intranquilizadoras, que podrían pintar a un Hitler magnánimo, o tal vez (mucho más probable) tan sólo pragmático y deseoso de firmar un rápido armisticio con Inglaterra. Que una película tan poco penetrante (¡nada penetrante, en realidad!) resulte tan exitosa nos revela, en fin, que nuestra época vive muy cómodamente instalada en su colchón de dulces mentiras. Que nuestra época teme tanto la verdad como el leproso contemplarse ante el espejo que muestra sus llagas.