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Mi hermosa lavandería

'Shiroposuto'

Isabel Coixet

Viernes, 28 de Marzo 2025, 11:16h

Tiempo de lectura: 2 min

Algo que suele extrañar a los visitantes de Japón es que en las calles hay muy pocos contenedores de basura, y la gente generalmente está acostumbrada a llevarse la basura a casa. En muchas ciudades, sin embargo, existen unos peculiares contenedores específicamente diseñados para ciertos tipos de residuos: son los llamados shiroposuto, una especie de buzón blanco instalado en los años 60 para tirar revistas, libros y DVD con contenido pornográfico. Con el cambio de hábitos en el consumo de pornografía y la avalancha de esta en la Red se van quedando obsoletos, pero siguen teniendo su utilidad y por ello se siguen encontrando por ahí. Los utilizan casi exclusivamente  los hombres de más de 70 años, que siguen enganchados al papel. 

Debería existir un cementerio donde enterrar todos esos silencios embarazosos donde flotan todas las cosas que ni siquiera somos capaces de decir al mejor de los terapeutas

Yuko Obi, profesora de Sociología de la Universidad Keizai de Tokio, que lleva toda su vida estudiando el comportamiento del hombre japonés, cuenta que los primeros shiroposuto se instalaron en Amagasaki, en las afueras de Osaka, en el sur del país. Era 1963, una época de gran desarrollo tecnológico y económico para Japón, y la idea era proteger a las niñas y a los niños tanto de los libros considerados obscenos como de otros materiales pornográficos considerados perjudiciales para su desarrollo. Desde entonces, estos contenedores se extendieron por todo el país: los primeros en aparecer en Tokio lo hicieron en 1966 y, aunque no se sabe con exactitud cuántos había, se estima que tres años después había alrededor de 500 solo en la ciudad y especialmente alrededor de las estaciones ferroviarias para facilitar que los salary men se deshicieran de las revistas porno que consumían en los transportes públicos y querían ocultar a sus cónyuges. Pero, desde hace años, estos contenedores permanecen como vestigios del pasado, así como el oficio del encargado de salud pública cuya misión es (o era) vaciarlos y destruir su contenido. 

Hoy, en casi todas las ciudades del mundo es posible deshacerse de los libros, cintas de video y revistas que ya no quieres, simplemente depositándolos en el contenedor de papel o plástico o incluso dejándolos en esas pequeñas bibliotecas abiertas donde puedes dejar los libros que ya leíste y recoger otros. Pero ¿dónde abandonamos los sueños frustrados, los intentos que no llegaron a ningún sitio, las buenas intenciones, los secretos que nos persiguen, los malos recuerdos? ¿Dónde depositar esas imágenes que aún hoy, años después de que sucedieran, nos siguen avergonzando? ¿Qué hacemos con todas esas conversaciones mentales en las que ensayamos lo que vamos a decir y que luego nunca decimos? Debería existir un cementerio donde enterrar todos esos silencios embarazosos donde flotan todas las cosas que ni siquiera somos capaces de decir al mejor de los terapeutas, esos fantasmas que se acuestan a nuestro lado, noche tras noche, para hacernos una compañía que no hemos pedido.