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El bloc del cartero

Jornada

Lorenzo Silva

Viernes, 31 de Enero 2025, 11:36h

Tiempo de lectura: 7 min

Aboga un lector por la reducción de jornada a las 37,5 horas, con razones difíciles de rebatir. Además de la mejora de calidad de vida para los trabajadores, que somos todos, aunque no todos lo seamos por cuenta ajena, los experimentos realizados acreditan que repercute positivamente en la productividad, una de las asignaturas pendientes de la economía española, y el desarrollo de las herramientas de IA para aligerar labores rutinarias la vuelven aún más factible. Lo que no cabe olvidar, so pena de provocar efectos adversos indeseados, es que no todas las empresas son igual de robustas ni operan con holgura de márgenes. Mal gestionado, el aumento de costes laborales puede romper el equilibrio de algunas o forzar subidas de precios. Lo ganado por un lado se perdería así por otro.


LAS CARTAS DE LOS LECTORES

Treinta y siete con cinco (37,5)

Podría ser la temperatura corporal y la salud no sería tan mala; quizá, el porcentaje de hombres que ayudan en las faenas del hogar y, aunque insuficiente, sería un dato esperanzador. Pero no, 37,5 son las horas semanales propuestas para los trabajadores. Sí, hay dos partes opuestas: patronal y obreros. Siempre lo han sido, cuando deberían ser complementarias, pues se necesitan recíprocamente. La empresa se preocupa y el trabajador lo celebra, sin dejar de señalarse con el dedo, reclamando para sí la razón. Es aceptable, incluso justo, que en 2025 la jornada sea de 37,5 horas a la semana. Todo sin disminuir el salario. ¿Productividad? Es el centro del círculo. No por trabajar más tiempo se rinde más. Mejores organización y medios de producción aumentarán el rendimiento. Porque el obrero mejorará su calidad de vida, trabajará menos y vivirá mejor, disminuyendo su estrés, fatiga y absentismo. La medida tiene más de psicológico que de económico. Históricamente, en España, siempre se ha trabajado más horas que en otros países, con horarios interminables. Pero nuestra productividad no ha brillado. En un horizonte no muy lejano, aprovechando los excedentes de producción que se alcancen con la IA, el objetivo debe ser 32 horas a la semana y cuatro días laborables. Más ocio, más consumo, más capitalismo, pero sin dramatizar las 37,5.

Jesús Añaños Vinue. Zaragoza


Poderoso caballero

Identifico al tirano como el que mandaba soldados a las aldeas, donde campesinos sucios y mal vestidos trabajaban, llevándose todo lo que encontraban. Recuerdos de películas de Robin Hood en casa de mi abuelo. En la universidad se enseña que la ley es límite de la tiranía, que los ciudadanos tenemos y nos damos normas para la convivencia. Al trabajar, me explicaron que tenía que pagar impuestos. La ley los establece para dar mejores servicios a todos: médico, escuela, policía. Es compartir parte de tus ingresos por bien de todos. Compré un piso en el siglo XXI. El urbanismo ya hacía compartir el suelo por el bien común. Calles bien trazadas, sin aglomeración, parques, jardines, servicios para deporte, cultura, niños y ancianos. Construir según un plan que aprueba el Ayuntamiento. El de Zaragoza quiere construir cientos de pisos en codiciado espacio que se puso para servicio de mi barrio, cambiando el plan que él mismo redactó, aprobó e impuso para construir nuestros pisos. Yo las llamo urbanísticamente 'las pastillas de la felicidad', porque lo solucionarán todo. Vuelven las imágenes de los soldados entrando en la aldea a mi cabeza. Y pienso: ya no entiendo nada, pero qué listos eran los viejos de mi pueblo. Sin estudiar, ya te decían: «Ay, chaval… ¡poderoso caballero es Don Dinero!».

Eduardo Vallés Iriso. Zaragoza


El maestro que me enseñó el mar

Revisando viejos papeles –que no queden delatores cuando mis recuerdos hayan desaparecido– encontré una cuartilla: «Enseres que han de llevar los viajeros». Era de mi maestro, Carjosán. «4 huevos duros; sarta de chorizo; alpargatas blancas… vino en bota». Años 50, en un pequeño pueblo que era de Castilla la Vieja y no conocía el asfalto. Me enseñó raíces cúbicas. Escribíamos en colores mojando nuestra pumilla en tinta que nosotros mismos habíamos hecho. Cuando acabó el curso consiguió que algún industrial catalán nos regalase una boina marrón, capada entre juegos desde el principio: recuerdo a mi madre, paciente, cerrando el agujero con hilo de zurcir. También nos dieron camisetas verdes; bordado en blanco: «Escuelas Nacionales». Debió convencer a alguien de Renfe, que nos reservó dos departamentos en segunda clase, y tuvimos alojamiento en un colegio de curas. Partimos de Haro una noche. Guardo aún la imagen de mi padre despidiéndome en la estación; me había llevado allí sentado en el depósito de su moto Ossa, con la que ejercía de médico rural. Le dejó a Carjosán la Kodak que, cuando tuvo su primer hijo, había comprado a un marinero americano. Salió el tren echando el humo por las ventanillas. El maestro, caballero él, cedió uno de los reservados a unas monjitas que viajaban solas; luego, como yo era el más pequeño, me alzó a la rejilla de equipajes, y así llegué, mal dormido, a la estación de Francia de Barcelona. Los taxis eran amarillos. El metro nos llevó a la Sagrada Familia. Fuimos en un avión que, con el giro de su hélice, daba vueltas en el Tibidabo. Subimos por escaleras mecánicas de madera hasta un águila enorme que había en la calle Pelayo. Aún recuerdo que creí ver en la Plaza de Cataluña a un domador de palomas: un hombre se ganaba algunas monedas mostrando cómo, cómplices ellas, posaban en su hombro, se iban lejos y comían en su mano. A mis siete años todo era impresionante. Nos enseñaron algo entonces revolucionario, la 'bomba de cobalto', en el Hospital de San Pablo: una máquina muy grande de color blanco y un punto rojo de luz arriba y abajo por la pared. Subimos a Colón en un ascensor redondo. En la Feria de Muestras vimos una televisión, recién estrenada en España. Una tarde fuimos a un cine con una gran pantalla ondulada: el Cinerama. Y desde luego el mar. Todos nosotros por primera vez. Había barcos; me impresionó la enorme figura gris del crucero Canarias. En Las Gaviotas vivimos nuestra primera travesía. Aquellos pocos días me han acompañado a lo largo de la vida. Por ello, con esta imagen de una España no tan negra, quiero hacer un emocionado homenaje a los maestros de todas las generaciones que han cuidado y educado a sus alumnos con vocación y cariño.

Francisco López. L’Hospitalet. Barcelona


Tema intocable

Ser feo y viejo está muy mal visto. De hecho, si eres viejo, eres un estorbo. Por eso existen las residencias de ancianos, también conocidos como geriátricos. Son guarderías de niños envejecidos. Un anciano no es más que un niño envejecido. Siempre deberíamos sentirnos y comportarnos como niños pequeños, no como adultos, por muchos años que tengamos. Odié a la gente que me decía: «A ver si maduras. Eres un inmaduro». Yo siempre contestaba para mis adentros: «Para eso ya está la fruta, que puede ser madura o inmadura». Esta vida es maravillosa. Es un regalo. Pero, en mi opinión, es como si fuera una estafa. Vives ahora, que dentro de pocos segundos estarás convertido en polvo o en un nicho o bajo tierra. ¿Existe algo peor? Yo creo que no. Para mí, la tanatofobia es una virtud, no un defecto. La gente pierde el tiempo organizando manifestaciones políticas. Tendría más sentido manifestarse contra el paso del tiempo, el envejecimiento y la muerte. Perdí parte de mi juventud con mi estancia en el Seminario Mayor de Vitoria-Gasteiz. No fue un error, pero aprendí cuestiones filosóficas fundamentales, con Gregorio Rodríguez de Yurre y José Manzana en relación a la ontología, teísmo y ateísmo. Analizamos argumentos a favor y en contra de filósofos, teólogos y otros pensadores y, si Dios existe, todo adquiere sentido; si no existe, todo es un absurdo. A pesar de todo, la vida sigue teniendo sentido. Debemos dar las gracias cada mañana por haber existido, por la salud de la que se goza, por haber conocido este mundo, por comer, por haber conocido a personas maravillosas, por tener una familia, por vivir en una sociedad democrática, por tener derechos, por tener un trabajo, una familia, amigos, por haber aprendido y adquirido conocimientos increíbles, por haber dejado una huella en la posterioridad que otros verán.

Juan Carlos Audikana Hueda. Vitoria-Gasteiz


 

LA CARTA DE LA SEMANA

La única recompensa

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+ ¿Por qué la he premiado?

Porque no sobra, de cuando en cuando, encadenar algunas preguntas incómodas.

Siete grados en la playa, el agua helada. En la orilla, tres perros, con sus respectivos dueños, mirando a una perra, sola en un trozo de arena y rodeada de agua. Apurando y vigilando la subida de la marea. Al ver que el agua le cubre las patas, salta y nada hasta la orilla. Su dueño está en el mar, jugando con las olas. La perra lo espera, tiene frío, le tiembla el cuerpo. Dos perros la atacan, otro se la quiere 'trajinar'. Se defiende y con el rabo entre las patas se pone a mi lado. Al rato, más perros, más de lo mismo, la perra los aleja. No tiene paz ni dueño. Por fin, sale el surfista. Y le digo: «Pobre perra, toda la tarde defendiendo su territorio, pasando frío, espantando a perros aprovechados hasta que tú has salido». Con los tapones en la oreja, me mira. ¿Me habrá oído? Entretanto, la perra, contenta, salta a su alrededor, ya ni recuerda el frío, el miedo... Qué importa lo que haya tardado, ya están juntos; mañana quizá regresen, y estará ella sola, toda una tarde, esperando a que él salga del agua, con la única recompensa. Que él vuelva.

Magdalena Calvo de los Santos. Santurtzi

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