Viernes, 31 de Enero 2025, 11:35h
Tiempo de lectura: 4 min
Los medios se hacen eco cada vez con más frecuencia de lo que ahora llaman 'la polarización cotidiana'. Es decir, el modo en que la crispación de los políticos y el tan útil «divide y vencerás» han terminado por extender la polarización a ámbitos tan lejanos de la contienda política como el ocio, la cultura e incluso los gustos personales. Esta división de la sociedad en bandos inquieta a los investigadores sociales más incluso que la polarización política porque implica una animadversión hacia aquellos que no piensan como uno directamente proporcional a una adhesión indesmayable con los que nos son afines. Afines, por cierto, que deben suscribir sin excepciones ni matices lo que se consideran actitudes de 'los nuestros'.
«El mayor deseo del ser humano es endosar rápidamente a alguien ese gran don de la libertad con la que tuvo la desgracia de nacer»
Así, ser de izquierdas necesariamente implica ser ateo, antitaurino, creer en el cambio climático y preferir La revuelta a El hormiguero, mientras que ser de derechas supone exactamente lo contrario. Esta alineación de los gustos según sea el color político puede llegar a lo risible. Según el CIS, por ejemplo, el 91,3 por ciento de los partidarios de Bildu se decanta por la tortilla de patata con cebolla, mientras que sus paisanos de derechas, los del PNV, en su enorme mayoría, son de tortilla 'sin'.
Muchas son las razones que se barajan para explicar cómo hemos llegado, no solo en España sino en el mundo entero, a este grado de polarización. Se habla de políticos como agentes provocadores; de sobredosis de información que acaba generando desinformación; del llamado 'sesgo de confirmación' que hace que la gente se informe solo a través de medios que la ratifiquen en sus creencias preconcebidas; del contagioso virus de la mentira, y de lo fácil que es manipular a gente con cada vez menos criterio propio. Todo esto es verdad, pero, por encima de estas razones, sobrevuela otra, tan vieja, que ha merecido la atención de innumerables pensadores a lo largo de la historia: el miedo a la libertad.
Tal vez el ejemplo más gráfico de esta curiosa paradoja es el que puede leerse en Los hermanos Karamazov. En uno de sus capítulos, Iván Karamazov relata a su hermano Aliosha una historia fantástica. La visita de Jesucristo a Sevilla en tiempos de la Inquisición. Al realizar un par de sanaciones la multitud lo reconoce y empieza a seguirlo, todo esto bajo la réproba mirada del gran inquisidor, que, al amparo de la caída de la noche, ordena su detención. «¿Por qué has venido a molestarnos?», le reprocha ya en los calabozos. Y, tras citar un par de pasajes del Evangelio, le señala que su gran fracaso fue hacer libre al hombre. «El mayor deseo del ser humano –argumenta él– es encontrar a alguien a quien rápidamente endosar ese gran don de la libertad con la que ha tenido la desgracia de nacer… Una libertad espantosa, abrumadora. Si en tu encuentro con el demonio en el desierto hubieras aceptado su ofrecimiento de convertir las piedras en panes, habrías satisfecho el eterno y unánime deseo de la humanidad de bienes materiales. Pero no. Preferiste rechazar la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de los hombres: la bandera del pan terrestre. Y lo hiciste, además, en nombre del pan celestial y de la libertad».
A continuación el inquisidor explica a Jesús que personas relevantes como él llevan siglos tratando de deshacer semejante desaguisado. Y lo han hecho indicándole a la gente lo que tiene que pensar, decir, hacer, opinar. En otras palabras, aligerándolos de la carga de discurrir, porque es más fácil ser oveja, seguir al redil, no desentonar en la manada; hace demasiado frío lejos de ella. La actitud del gran inquisidor es la de tantos poderosos a lo largo de los siglos. La estrategia de quienes, dada la debilidad de la mayoría de los hombres y «por su propio bien», han decidido constreñir su libertad. O, dicho en palabras del inquisidor a Jesucristo: «Hemos corregido tu obra. La hemos basado no en la libertad como tú, sino en el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres de ese funesto don que tantos sufrimientos les ha causado».
Al final de la fábula del gran inquisidor, Dostoyevski defiende apasionadamente la libertad. Y el modelo ético que propone para conquistarla es la responsabilidad personal de cada uno. Atributo, por cierto, no muy abundante en estos tiempos. Aun así, en los párrafos finales y tras advertir que «cualquiera que amordace nuestras conciencias puede robarnos sin más problemas la libertad», Dostoyevski asegura que, pese a que muchos prefieran abdicar de ella, la libertad es el atributo que nos hace humanos. «Porque el misterio de nuestra existencia no estriba solo en vivir, sino en decidir libremente para qué se vive».
-
1 ¿Cómo han convertido las adolescentes la medicina estética en algo tan habitual como ir a la peluquería?
-
2 Tres propuestas para que tu dieta antiinflamatoria sea, además de saludable, sabrosa
-
3 Pódcast | Drogas, abortos, abusos... el dolor de Maria Callas en el rostro de Angelina Jolie
-
4 Cada vez más cerca del otro planeta 'habitado': así trabaja el telescopio Tess
-
5 Transnistria, un lugar atrapado en el tiempo (y muy apreciado por Putin)
-
1 ¿Cómo han convertido las adolescentes la medicina estética en algo tan habitual como ir a la peluquería?
-
2 Tres propuestas para que tu dieta antiinflamatoria sea, además de saludable, sabrosa
-
3 Pódcast | Drogas, abortos, abusos... el dolor de Maria Callas en el rostro de Angelina Jolie
-
4 Cada vez más cerca del otro planeta 'habitado': así trabaja el telescopio Tess
-
5 Transnistria, un lugar atrapado en el tiempo (y muy apreciado por Putin)