ÁNGEL RESA
Domingo, 25 de septiembre 2011, 04:33
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Ya ha llegado el otoño y el muy inquilino avisa que viene para quedarse tres meses, aunque en Vitoria las fronteras divisorias de los cuadrantes meteorológicos se difunden como una moral libertina. No hay más que recordar el último julio que decidió hermanarse con noviembre y aquel viejo proverbio que reducía las estaciones de esta ciudad a dos: el invierno y la de Renfe. Sé que nostalgia y ñoñería caminan tan juntas que podrían estrecharse las manos y, llevándole la contraria a un genio como Jorge Manrique, no cualquier tiempo pasado fue mejor por definición. Ocurre que la memoria criba imágenes pretéritas que dejan pasar las de arena y atrapan en su entramado piedras de aristas cortantes.
Evoco aquellos comienzos de los setenta, cuando me entretenía en el camino hacia el forzoso colegio chutando castañas pilongas por La Senda para colarlas en porterías pequeñas con forma de banco. Era un juego de azar porque el fruto irregular se comportaba del mismo modo caprichoso que el oval de rugby. A punto de cantar gol 'la pelota' escogía a última hora el camino equivocado. ¡Ah, las castañas! Protagonistas de aquella época que anunciaba el final del Viejo Régimen franquista y abría la puerta a convulsiones políticas y sociales en una ciudad provinciana que ocuparía portadas en la prensa nacional con la matanza del 3 de Marzo.
Los frutos del castaño caían a mala leche según las graves órdenes de Newton. Material bélico entre los Coras y los Marias que transformaban La Florida en la franja de Gaza. Parece evidente que de las clases de Religión sólo extraíamos lecciones a conveniencia. Eso de querer a tus semejantes no iba con los ejércitos de ambos colegios gobernados por los frailes. Lo de poner la otra mejilla, tampoco, pero después de recibir un castañazo debajo del ojo izquierdo cabía la posibilidad de sufrir la misma agresión en el derecho. Cosas de la puntería, que resulta veleidosa.
Aquellas batallas más o menos incruentas, siempre salvajes y que elegían víctimas entre el sector femenino de la población estudiantil como muestra de discriminación sexista -siempre negativa, nunca positiva-, fueron aplacándose con el tiempo. Pero no me extrañaría que cualquier firma de videojuegos sacara uno al mercado para revivir virtualmente, mandos y pantalla mediantes, esa rivalidad tan poco cristiana. Mejor no facilitar ideas, que las estanterías ya se hallan repletas de suficiente material bélico.
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También estamos viendo con pupilas del pasado las locomotoras desprovistas de vagones que calentaban castañas comestibles. El 'maquinista' extendía la mano para recoger las monedas mientras nos alargaba con la otra el cucurucho caliente. No hace tanto las compré y volví a ciscarme en el advenimiento del euro. Caras, como todo, desde que la peseta desertó de la Fábrica de la Moneda para reclamar un estante en el museo de la prehistoria.
El diapasón del tiempo es terco y los vitorianos padecemos siete meses al año el cinematográfico fundido a gris pese a nuestra coronación verde por el jurado de Europa. En apenas cinco semanas oscurecerá a las siete menos cuarto y bajando, nos recluiremos en casa o acudiremos al teatro, que esta temporada el programa anuncia a un actorazo como Héctor Alterio. Más tiempo de hogar y menos de calle, melancolía a espuertas y demasiados televisores ejerciendo de acompañantes.
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Se avecina un otoño caliente con sustos financieros como malditas melodías encadenadas, comicios generales y facturas domésticas disparadas. Volveremos a pagar más por servicios necesarios que menguan sus costes en verano, como la luz artificial espantadora de tinieblas y el gas con el que combatir nuestro frío tradicional. Meses de manta en las piernas y cucurucho de castañas.
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