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RAFAEL AGUIRRE
Viernes, 24 de diciembre 2010, 04:16
Las fiestas de Navidad de la sociedad occidental reflejan que la grandeza y la miseria del cristianismo residen en la enorme capacidad de generar cultura que tuvo. En efecto, esta fe religiosa, desde sus orígenes, quiso penetrar en las estructuras sociales y, pronto tras muchos avatares, se convirtió en la ideología que empapó y sostuvo un imperio. La enculturación de la fe implicaba su extensión y, a la vez, una cierta despersonalización: en ella se socializaba la población, que asumía así los valores y ritos de la Iglesia, pero la presión social hacía innecesaria la conversión personal para declararse creyente. La enculturación del cristianismo llegó, incluso, a algo decisivo en toda sociedad, a la configuración de sus celebraciones y del mismo calendario que regulaba el paso del tiempo. A partir del siglo VII se impuso el calendario cristiano y el ritmo del año se jalonó según la liturgia de la Iglesia. El punto de partida fue la celebración de la muerte y resurrección de Cristo, datables porque habían sucedido durante la Pascua judía. Pero ¿cuándo celebrar el nacimiento de Jesús, cuya fecha se ignoraba totalmente? El proceso de enculturación dio un paso más y el solsticio de invierno, en que se celebraba al 'sol invictus', porque los días comenzaban a alargarse, se convirtió en la fiesta del nacimiento de Jesús, verdadera luz del mundo. Es decir, una celebración vinculada al ritmo de la naturaleza y de honda raigambre fue asumida por el cristianismo que en torno al nacimiento de Jesús fue desarrollando una cultura riquísima, con expresiones artísticas muy elevadas, pero también con una muy especial capacidad de calar e impregnar la vida social con múltiples manifestaciones populares.
Todos los años por estas fechas se levantan las mismas voces: laicistas radicales, que abogan por que las Navidades se llamen 'fiestas de invierno', mientras que otros lamentan que el famoso secularismo esté borrando las señas cristianas. Lo que pasa desapercibido es la consideración seria y contextualizada de los relatos evangélicos de la Navidad, que nacieron en comunidades marginadas y perseguidas en el imperio romano. Esta gente no estaba para fábulas idílicas ni era capaz de crónicas biográficas. Lo que está en juego es la identidad y supervivencia de unos grupos bajo sospecha por las autoridades imperiales porque cargaban con el estigma de un fundador crucificado. La enculturación es un proceso de penetración y acomodación, que, en este caso, ha llevado a una lectura absolutamente superficial de lo que, en su origen, eran relatos de resistencia y de oposición antiimperial. Nos encontramos con lo que J. C. Scott, en su libro 'Los dominados y el arte de la resistencia' llama un «lenguaje disfrazado». Este autor comenzó estudiando la forma de expresarse de campesinos malayos y después extendió su investigación a otros muchos grupos dominados, especialmente en situación de colonización, y comprueba que no se enfrentan de manera directa con el poder, porque llevan todas las de perder, sino que recurren al disimulo, a alusiones y a frases crípticas, que pasan desapercibidas a los dominadores, pero que entienden muy bien los miembros del grupo cuya resistencia y esperanza de cambio se quiere promover. Los relatos evangélicos de Navidad responden a este tipo de literatura. Cuando llaman a Jesús 'Señor' e 'Hijo de Dios' le están atribuyendo títulos que, según la ideología dominante, pertenecían al emperador. Estos días de Navidad 'los deseos de paz' suenan a tópico o a sentimiento cortés y efímero. Pero cuando los evangelios hablan de que nace un niño que trae la paz verdadera están dando en la línea de flotación de la 'pax romana', están denunciando la fuerza y la rapiña sobre la que se funda. Séneca decía que el emperador «hacía las veces de los dioses»; el evangelio considera que ese papel le corresponde a Jesús. No quiero alargarme, pero un último ejemplo es inevitable. La dinastía herodiana era el brazo alargado del imperio romano en la zona. Pues bien, en el relato evangélico Herodes el Grande es ciego a los signos de los tiempos, cruel, hipócrita y asesino.
Los relatos que están en el origen de la cultura navideña son literatura subversiva, presentan una visión desde abajo que denuncia el orden romano y la teología imperial que lo legitimaba. Pero hoy normalmente no se capta la carga crítica de su lenguaje disfrazado, porque leemos desde arriba lo que está escrito desde abajo. La cultura, gestada por el cristianismo, al hacerse dominante ha sofocado la carga innovadora que tenía en sus orígenes, cuando era aún un fenómeno contracultural.
Nuestra sociedad europea se seculariza, penetran nuevas influencias culturales también en estas fiestas, algunas bien pobres y ramplonas, los elementos cristianos que perduran se vacían de sentido porque la fe disminuye y la ignorancia religiosa aumenta. Paradójicamente se van dando las condiciones para que la Navidad cristiana como fenómeno cultural recupere su sentido: ese niño que nace denuncia la fuerza de los imperios, critica los ídolos, empuja a una paz que sea más que una fuerza congelada, se alaba la búsqueda incesante de unos magos paganos que van detrás de una estrella contra la autosuficiencia de las autoridades religiosas que se consideran en poder de la verdad divina. En el nacimiento de este niño los cristianos confesamos la apertura de un horizonte insospechado a la historia humana. Pero ahora simplemente quería subrayar, contra la superficialidad y la mojigatería, que estos textos nacieron al servicio de una cultura alternativa y para fomentar la resistencia y la esperanza contra un orden impuesto como ineluctable, pero que era radicalmente injusto. La quiebra de la sociedad cristiana tradicional debe impulsar para que el cristianismo recupere su original potencial de cultura de crítica y resistencia.
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